Se acerca rápidamente el día 9 y, la verdad, empiezo a sentir ese cosquilleo de ansiedad que generan las elecciones en las personas a las que la política nos importa. Sí, soy de las que no creen que todos los políticos son iguales, es decir, desalmados, interesados e incluso corruptos. De las que consideran que hay diferencias sustanciales entre unos partidos y otros, y también en cómo unos y otros ejercen el poder. Soy de las que constatan cómo la manera de hacer las cosas en los órganos de legislación y gobierno —desde el ámbito local hasta el europeo— afecta a nuestra existencia cotidiana.
Todo lo que se decide en el pequeño salón de plenos del pueblo en el que vivo, en el parlamento y los despachos de mi comunidad autónoma y en los órganos legislativos y ejecutivos del Estado influye de continuo en mi vida y la de mi entorno, desde el diseño de la plaza donde las niñas juegan y las viejitas toman el sol hasta la posibilidad de que a esas niñas nadie las arrincone en ningún sentido por el hecho de ser mujeres y que esas ancianas puedan vivir tranquilamente con sus pensiones y ser cuidadas dignamente, con respeto y sin sufrimiento, en sus momentos finales.
La política es la manera más práctica, directa e influyente que nos hemos dado para organizar la vida en sociedad, desde las pequeñas minucias del día a día hasta las grandes realidades trascendentales. Así que sí, importa, vaya si importa. Y la política europea, en concreto, aquella que entre toda la ciudadanía vamos a decidir el domingo, importa muchísimo. Europa es una gran idea colectiva, una hermosa propuesta civilizatoria, un proyecto de entendimiento y colaboración nacido del desgarro sangriento de las infinitas guerras de los siglos anteriores, sobre todo de los atroces conflictos del XX.
Los principios en los que se basa como comunidad figuran entre los mejores ideales que la humanidad ha sido capaz de imaginar: el respeto a los derechos humanos, la asunción de la diversidad, la libertad religiosa, de pensamiento y de expresión —también en alguna medida de movimiento—, el bienestar social, la redistribución de la riqueza para lograr una cierta equidad sin renunciar a la propiedad privada. Y en los últimos años, igualmente, el más firme apoyo a la igualdad entre los sexos y la preocupación por las urgentes cuestiones del desarrollo sostenible.
No todo está hecho, por supuesto. Ni siquiera todo lo hecho está bien hecho. El artefacto que contiene en sí ese proyecto —el Parlamento europeo, la Comisión, las agencias diversas— falla una y otra vez, a veces de manera estrepitosa. Pero ha creado un marco de comportamiento que cumple los mínimos exigibles, y también ha demostrado ser capaz de revisar sus errores.
Todos esos principios que sirven para cohesionar una sociedad ética e igualitaria, están a punto de verse cuestionados si la extrema derecha obtiene grandes resultados el día 9 en buena parte del territorio europeo, según se prevé. Y aún más si la derecha conservadora, el grupo del Partido Popular Europeo de Von der Leyen (al que pertenece el PP español), se gira hacia una parte de esa ultraderecha para conservar su poder, como parece querer hacer.
Me inquieta enormemente esa posibilidad: la historia no para de demostrarnos que, cuando los conservadores sensatos pactan con los extremistas, son las bases moderadas las que resultan fagocitadas por el radicalismo más demencial, y no al revés. Que se lo pregunten si no al Partido Republicano estadounidense, que se ha dejado devorar por el monstruo trumpista.
Como mujer, mi preocupación es enorme: una de las obsesiones de la extrema derecha somos nosotras y nuestro papel en el mundo, no deberíamos dudarlo. Que haya un par de señoras al frente de dos partidos ultras —Meloni y Le Pen— no significa nada: se puede ser mujer biológicamente sin sentirse mujer culturalmente. Sin ir más lejos, los continuos ataques de Vox contra el concepto mismo de la violencia machista y contra el aborto, entre otras muchas cosas, marcan un camino que, de desarrollarse, estará lleno para nosotras de dificultades y retrocesos. Todavía parece inimaginable, pero ocurrirá si se les siguen abriendo alegremente las puertas de las instituciones y acogiéndolos en ellas con la palmadita que se les da en la espalda a los chicos revoltosos, sin querer darse cuenta de que los chicos revoltosos son auténticos macarras que guardan una navaja en el bolso y están dispuestos a utilizarla en cuanto puedan.
Espero de nosotras que, como ya hemos demostrado otras veces, les paremos los pies en toda Europa a esos que pretenden segar la hierba bajo los nuestros. No nos quedemos en casa el domingo como si la cosa no fuera asunto nuestro, porque sí lo es. Y muy profundamente.