Estoy leyendo Patria (Tusquets, 2016), la fabulosa novela de Fernando Aramburu. Ocho años después de que viera la luz, en efecto. Con la sensación de que Dios, el destino y/o la Pachamama me han conducido, discreta, pero decididamente, hacia sus 646 páginas, en las que navego atento, sobrecogido, aterrado y maravillado. Qué historia tan salvaje, sutil, humana e inhumana. Qué narración tan precisa, tan fluida y eficacísima. Tan perfecta, qué carajo. Sostengo entre mis zarpas un volumen de la vigésimo séptima edición, datada en enero de 2018. Igual ya va por la cincuenta.
Arrastro un vicio idiota y adolescente –perdón por el pleonasmo–: me alejo, en general, de cualquier producto cultural de masas. Sospecho de lo que es aplaudido por tanta gente. Es una idiotez supina, lo sé. Por eso, en su momento, rechacé la fiebre generacional por las películas de Harry Potter o de El Señor de los Anillos. Por eso, hasta noviembre de 2024, pasé de la obra por la que Aramburu ganó en 2017 el Premio Nacional de Narrativa. Mi abogado del diablo, de inmediato, me rebate: “Oye, capullo, ¿qué me cuentas de Stephen King, cuyo segundo apellido es bestseller, y del que te has leído casi sesenta libros suyos?”. Y resoplo un touché avergonzado.
Conclusión: no llegué antes a Patria por gilipollas.
Yo era lector de Aramburu. Ocasional, no asiduo, pero lector. Me lo pasé muy, muy bien con Ávidas pretensiones, una caricatura divertida sobre la calaña cutre y vanidosa que conforman algunos escritores. Lloré, literalmente, con Los peces de la amargura, un conjunto de relatos sobre las víctimas de ETA. Me lo ventilé durante un viaje Madrid–Granada, en un bus ALSA. Intenté que el tipo que tenía al lado –un negro que se cortó las garras con un cortaúñas por Despeñaperros– no se percatara de mis lágrimas. Añado más arroz a la paella: también hace ocho años, el escritor donostiarra me ayudó en un reportaje sobre Camilo José Cela que publiqué en Libertad Digital.
Amén de gilipollas, fui un desagradecido. En fin.
Sin embargo, ya digo, mi tocayo de Nazaret, Atenea o las ánimas del Purgatorio de los Escritores se han empeñado en que lea Patria, dejando un rastro como de varias miguitas de pan. La primera: que Alfonso J. Ussía, autor de la reciente Borroka, la tildara de ambigua. La segunda: la elegancia con la que Aramburu se despidió de su columna en El País, diciendo “adiós a la manera de fray Luis y de los hombres que optaron por equiparar la cultura con la conquista de la serenidad”. La tercera: que un tuitero hijo de Belcebú proclamara, vilmente, en X la muerte del novelista vasco. La cuarta: que EFE se jalara el bulo sin masticar y difundiera una noticia falsa.
Total, que me metí en Iberlibro y me pillé un ejemplar de segunda mano. Bendita la hora. Qué librazo me perdí. Qué novelaca estoy descubriendo. Qué autor tan mayúsculo, Aramburu, he redescubierto. En cuanto me la meriende –de esta tarde, no pasa–, me arranco con Los vencejos.