Nos queda la última de las fiestas navideñas, para mí la más entrañable. La que espero con más ilusión, la llegada de los Reyes Magos que viajan desde el exótico Oriente a nuestro mundo de Occidente. La oportunidad de los niños de vivir la magia en compañía de los adultos, padres y familiares. Ellos que la disfrutan cada día en sus juegos, donde todo es posible, se encuentran con que lo extraordinario, lo mágico, ha entrado en el mundo adulto e incluso hablan de ese acontecimiento en la televisión. Se respira que la magia existe más allá de toda lógica, la magia no necesita explicación, simplemente ocurre. Y es que la madrugada del 6 de enero siempre tuvo algo de encantamiento. Esa mezcla de nervios y emoción que hacía imposible dormir, el eco lejano de los pasos de Melchor, Gaspar y Baltasar, los zapatos colocados con esmero, el pan duro para los camellos, los dulces y bebidas para que los Reyes repusieran fuerzas en una larga noche. Para muchos, la más mágica del año. En ella se condensa mucho de lo que significaba ser niño: creer sin reservas, imaginar sin límites, esperar con el corazón en vilo. Recuerdo cuando encontré tres pelos blancos en una de las copas de cava que les poníamos en casa, sin duda, se los había dejado el rey Melchor al beber en ella. Me pasé meses fascinada con aquellos tres pelos mágicos que, por supuesto, guardé en un papel de seda durante mucho tiempo. Tres canas de mi padre que nos hicieron soñar. Porque más allá de su contexto religioso, los Reyes Magos representan algo universal: la capacidad de creer en lo insólito y sorprendente, que la mayoría perdemos conforme cumplimos años, y, además, compartirlo con los otros.
Pero echemos un vistazo a la tradición religiosa que hunde sus raíces en el Evangelio de San Mateo, donde se menciona a estos misteriosos sabios de Oriente que siguieron una estrella hasta Belén. Son los Evangelios Apócrifos los que dicen que más que reyes eran astrólogos. Sin embargo, debemos de esperar hasta la Edad para que se les bautizara con los nombres por los que hoy los conocemos. Para mí lo más fascinante de su historia es la simbología de sus regalos: oro para la realeza, incienso para la divinidad y mirra para la mortalidad.
Con el oro, metal precioso y eterno, reconocieron a Jesús como rey, no solo terrenal sino espiritual. Un regalo que también nos invita a reflexionar sobre el valor de lo que es duradero. Aquello valioso que podemos ofrecer y que brilla incluso en los momentos más oscuros. El incienso que tanto me gusta, lo interpretan como un puente entre lo humano y lo divino, entre lo terrenal y lo trascendente, ya que se utiliza en muchas ceremonias religiosas e incluso en rituales. Yo cada mañana enciendo una varilla, junto con una vela y me preparo un café para comenzar a escribir. Este regalo nos habla de la necesidad de encontrar nuestra conexión con lo espiritual, ya sea a través de la fe, la naturaleza o la introspección tan buscada hoy en día en nuestra sociedad consumidora de autoayuda y crecimiento personal. Y, por último, la mirra, una resina usada para embalsamar cuerpos y perfumar objetos y personas que simboliza la mortalidad de Jesús y, por extensión, la condición humana. Nos recuerda que la vida es efímera, que hay un ciclo que debemos aceptar. No es, sin embargo, un símbolo sombrío, sino una invitación a valorar el presente, a reconocer la belleza de la fragilidad y a vivir con propósito, sabiendo que cada momento cuenta. Mirados así, estos tres regalos podrían ser una metáfora de nuestra propia existencia. ¡Feliz fiesta de Reyes!