Ayer fui al barrio madrileño de las letras, donde crecí, entre el Teatro Español y el Teatro de la Comedia. Noviembre era época siempre de El Tenorio, pues mis padres me llevaban a verlo casi todos los años. Pero en esta ocasión, aunque estamos aún en mes de difuntos, era Luces de Bohemia de Valle-Inclán la obra que se representaba en el Teatro Español y por primera vez, en homenaje al centenario de la versión definitiva publicada en 1924.
La puesta en escena, bajo la dirección de Eduardo Vasco, nos sumerge en ese Madrid nocturno y bohemio que Valle-Inclán describió de forma descarnada, creando el género del esperpento. Es la vida vista a través del fondo de un vaso, la vida que se refleja en los espejos cóncavos del Callejón del Gato devolviéndonos una imagen distorsionada, grotesca, tal y como nos cuentan los personajes a lo largo de dos horas que transcurren sin sentir.
Mientras la disfruto a vista de pájaro desde en uno de los palcos del tercer piso, las entradas han volado, de hecho, hay un cartel anunciando que están agotadas para el resto de las funciones, pensaba que ese retrato desgarrador de España nos ha marcado. En palabras del autor España es “una deformación grotesca de la civilización europea”. Esa visión negativa de nuestra historia, a la que hace referencia también el autor con la mención de la leyenda negra. En la búsqueda de la identidad perdida creo reconocer ecos de la generación del 98, aunque más teñidos de pesimismo.
Valle Inclán retrata con crudeza la hipocresía de la política, la corrupción de algunas instituciones y la lucha desesperada por una dignidad que se les escapa a los personajes a cada paso que dan. La precariedad, la desigualdad y el desencanto está presenten en los diálogos de Max Estrella con Don Latino y con el resto de sus compañeros de viaje por una noche de vigilia que da la sensación de ser toda una vida. El maestro Caprile es el encargado del vestuario y nos transporta con maestría por los distintos estratos de la sociedad de la época, desde el traje de chaqueta de Max Estrella y la capa que empeña para poder pagar un décimo de lotería, capicúa, que será determinante en el desenlace de la obra, hasta la fantasía con corsé del vestido de la joven prostituta que intenta seducirlo.
El sabor que se me queda en la boca, no puedo evitarlo, es amargo al terminar la obra. Valle-Inclán afina el argumento para hablarnos de la catadura moral de tantos personajes que bajo la grandilocuencia de sus protestas sobre la sociedad, la pobreza del artista o la injusticia, revelan una falta de humanidad desgarradora. La bajeza moral de don Latino es el reflejo de aquellos que sobreviven sin mirar atrás, sin importarles a quién traicionen o qué ideales sacrifiquen en el camino. Aunque don Latino es el personaje que mejor encarna esta ruindad, no es un caso aislado. Su comportamiento es reflejo de una sociedad donde la ambición, el egoísmo y la falta de escrúpulos parecen la norma. Los mendigos, taberneros, los políticos corruptos, los policías violentos, e incluso los intelectuales forman parte de este cuadro de decadencia. Todos están atrapados en un sistema donde la supervivencia parece justificar cualquier acto, por vil que sea. Solo se salvan dos personajes, Madame Collet, la mujer de Max Estrella, y su hija Claudinita, cuyo trágico final es una lección sobre la dignidad, el amor verdadero y la desesperanza sin aspavientos, la que se vive en silencio, la verdadera.
Luces de Bohemia trasciende su tiempo. Es un clásico en el sentido más pleno, porque trata temas universales y nos muestra una visión feroz de nuestra condición humana.