Opinión

¡Viva México!

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A Diego Echávarri Gamboa y familia; Guadalajara, Jalisco.

En La Penela de Velázquez pasan muchas cosas, y pasan, también, muchos mexicanos. Una noche, despidiendo a una familia, el padre me dijo:

– ¡Qué bien hemos cenado! ¡Qué bonita está Madrid! ¡Qué hermosa es España!
– No sabe lo que agradezco sus palabras – le contesté – A los españoles nos duele que su presidente no cese de atacar injustamente a España.
– No haga caso, eso es solo política. Los mexicanos queremos mucho a España.
– Y nosotros a México. Una nación que ha brindado al mundo a “Pedro Páramo”, a Maná y a Julio César Chávez es una nación bendecida por los dioses.

Los que hemos escrito muchos discursos políticos tenemos cierta facilidad para la improvisación y para las frases…

– Mire – me replicó, sorprendido – lo de “Pedro Páramo” lo comprendo, lo de Maná creo que lo puedo llegar a comprender, pero lo de Julio César Chávez me lo va a tener que explicar.

Ahí empezó el monólogo, ahí empezó esta autentica trilogía mexicana:

– Solo me sé de memoria el comienzo de tres libros:” El Quijote”, “Cien Años de Soledad” y “Pedro Páramo”. “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. Este pequeño homenaje, que mi alma lectora rinde a Juan Rulfo, refleja nítidamente la grandeza del escritor jalisciense. Rulfo construyó un monumento literario deslumbrante, el Chichén Itzá de la literatura universal, una da las cimas inalcanzables de la lengua española.

Cuentan que el gran Álvaro Mutis le regaló “Pedro Páramo” a Gabriel García Márquez “para que aprenda”. Y que el genio de Aracataca reconoció siempre la enorme influencia del escritor mexicano en su obra: “él me dio, por fin, el camino que buscaba para continuar mis libros”. Uno y otro, Gabo y Rulfo, son los culpables maravillosos de que la lengua española haya roto sus límites espaciales. Hoy, la lengua española habita en un mundo donde La Mancha linda con Macondo… y con Comala.

Un mundo donde se habla, se ama y se canta. Una lengua con una maravillosa banda sonora sentimental que va del “Mediterráneo” de Serrat a “El Muelle de San Blas” de Maná. Jalisco nos dio el tequila, el mariachi, a Juan Rulfo y nos dio, también, a Maná. La banda de Guadalajara es, sin ningún género de duda, los Rolling Stones en español y Fher Olvera es lo que querría ser Mick Jagger de mayor.

Los vi en vivo en Galicia hace años (los acabo de volver a ver hace quince días en Madrid) y no recuerdo ningún concierto con una respuesta del público igual. Mas de 10.000 gallegos, entusiasmados por el magnífico directo de la banda mexicana, cantamos a capela todas las canciones de Maná.

Un músico con buena música en estudio y mala en directo es como un político que gana en las encuestas y pierde en las elecciones o como un futbolista que golea en los entrenamientos y desaparece en los partidos. Por eso Maná son tan grandes, porque desde hace cuarenta años golean en todos los estadios y ganan todos los corazones.

Me falta – le dije a mi amigo mexicano – hablar de Julio César Chávez. Ya veo que usted no recuerda la legendaria pelea del 17 de marzo de 1990 en el hotel Hilton de Las Vegas entre Chávez y el campeón olímpico americano Meldrick Taylor. Una pelea a la que llegaban los dos imbatidos y en la que unificaban sus coronas del peso superligero.

Una batalla organizada por el mítico Don King con las audiencias de televisión disparadas y las gradas a rebosar. Decenas de mexicanos, con sus banderas tricolores, bramaban: ¡México, México, México! ¡Chávez, Chávez, Chávez!

Un combate histórico considerado unánimemente por la crítica como uno de los cinco mejores de la historia del boxeo. Un momento estelar, que diría Stefan Zweig, del deporte universal; como el gol de Maradona a Inglaterra en el estadio Azteca, la final de Wimbledon de 2008 entre Nadal y Federer o el récord de los cien metros de Usain Bolt en Berlín.

Se enfrentaban la pegada demoledora del guerrero de Sinaloa contra el estilismo y la velocidad endiablada del nuevo “Sugar” Ray Leonard. Pero el americano decidió atacar y pelear cuerpo a cuerpo y no a la contra, como esperaba todo el mundo y sobre todo Chávez. El resultado fue una pelea tremenda, durísima en la que ambos púgiles llegaron al límite de la resistencia humana. Julio César diría, después, que sintió la muerte en un cuadrilátero convertido en las abrasadoras calles de Comala; que como Maná descubrió lo que es “Vivir sin Aire”.

Para sorpresa de todos pasaban los asaltos y Taylor iba claramente por delante en la puntuación de los jueces. Entonces, en la esquina de Chávez se produjo el milagro. Su entrenador, el español José María Martín “Búfalo”, comenzó a arengarlo con toda la fuerza de la épica y la palabra: “Esta se nos ha puesto fea, pero vamos a ponerle los c… ahí ¡tire lo que tenga, por el amor de Dios, Julio, tire lo que tenga! ¡Usted es grande!”

“Este pueblo está lleno de ecos”, escribió Rulfo. Y Martín “Búfalo” logró que en el pecho del guerrero de Culiacán latiesen todos los ecos del enorme corazón del pueblo mexicano: su orgullo, su coraje, su casta. Se consumía ya el último asalto (con la pelea perdida para el sinaloense) y en la cabeza de Chávez solo retumbaban las palabras de “Búfalo”: “Échele corazón, pelee por su familia. ¡vamos, vamos! ¡Un esfuerzo más, Julio, que lo tenemos! ¡Hazlo por México, por tus hijos, por tu madre! ¡Tú puedes noquearlo!”. Faltando dieciséis segundos se produjo el prodigio y un Chávez extenuado tumbó al extraordinario boxeador americano (que ya nunca volvería a ser el mismo tras aquella tremenda paliza mutua). Luego, restando dos segundos, el árbitro paró la pelea… el resto es ya historia y silencio.

Mientras las gradas rugían: “México, México, México”; un humilde boxeador mexicano y un humilde entrenador español (fallecido años más tarde, tristemente, en accidente de circulación) supieron dar vida a los versos del premio Nobel mexicano, Octavio Paz: “Los otros que me dan plena existencia/no soy, no hay yo, siempre somos nosotros”.

¡Y todo fue a toda madre!

¡VIVA MÉXICO!

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