Opinión

Vitaminas

María Jesús Güemes
Actualizado: h
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Ir a nadar. Sumergir la cabeza bajo el agua y contemplar cómo van ascendiendo las burbujas de aire que expulsan mis pulmones. Ponerme los cascos, dar con Izal y deslizarme por el agua al son de Meiuqèr. Imaginarme dentro de una coreografía y bucear hasta el fondo de la piscina cantando mentalmente eso de “ahora que abro este grifo infinito, que ojalá no se vuelva a cerrar, por lo menos que riegue la tierra de todos aquellos que fuisteis mi mar”.

Reír sin parar. A carcajada limpia. A veces, hasta el punto de llorar de emoción. Con ese sonido tan estridente y contagioso que te deja sin aliento. Hacerlo en una cena con amigos o viendo un monólogo. Viene bien abrir esa compuerta. Sirve de liberación, agota y destensa. Sobre todo, cuando sale del interior proyectándose como una cascada irrefrenable.

La torre se tambalea, pero no se derrumba. Crece en mi mesilla y se retuerce sobre sí misma intentándose acoplar a los diferentes tamaños de los volúmenes que la integran. Parece una metáfora de la vida. Pienso en ese equilibrio tan precario mientras voy caminando hacia la librería en busca de una obra nueva que me acaban de recomendar. No llego a las novedades. Me detengo ante una estantería donde sobresale una portada. El título y la sinopsis no me dicen nada, pero se viene conmigo. Tengo una corazonada. Hay historias que te llaman a gritos. Me va a gustar, aunque en la mesilla ya no quepa nada más.

Brilla el sol. Las horas de luz han aumentado. La gente empieza a combinar botas con manga corta. Los escaparates se llenan de color. Me siento en una terraza y me quedo absorta contemplando la riada de paseantes. El tiempo fluye más despacio. Huelo el perfume de azahar y me acaricia una suave brisa. La primavera trae el renacimiento.

El camafeo con las fotos de mis padres es un tesoro. Me lo compré en un mercadillo de antigüedades de Buenos Aires. No es ningún amuleto, pero en los momentos difíciles necesito tenerlo cerca. Primero llegó la imagen de mi madre. Quince años después la de mi padre. Aparecen jóvenes y se les ve contentos. Quiero pensar que eran así cuando se enamoraron. En cada revés me cuelgo esa medalla del cuello y les invoco. O escondo el colgante dentro de mi puño y lo aprieto bien fuerte hasta que las venas azules de mi mano adquieren un grotesco relieve. Es absurdo pensar que me acompañan, pero sé que me dan impulso.

Estas son algunas de mis vitaminas. Pueden parecer pocas, absurdas o aburridas, pero para mí son valiosas. Hay más, por supuesto. Cada uno tiene las suyas. No todo va a ser ingerir pastillas. En el día a día también hay dosis de felicidad para el alma a las que conviene agarrarse. En esta vida efímera que hace y deshace a su antojo, la dicha es tremendamente frágil y hay que alimentarla de placeres y esperanzas. Esa es la combinación perfecta.

Las cosas más sencillas pueden ayudarnos a recargar energía. Disfrutar con un poema, una canción o un capricho. Basta con una onza de chocolate, un abrazo o una conversación sinsentido. Cerrar los ojos, bailar, hacer un dibujo o preparar un guiso. Dar con el orden en el desorden. En definitiva, reservar un instante que te haga sentir pleno.

Conviene alejarse de la gente tóxica y pegarse a las personas vitamina. Esas con las que se pasan las horas sin darte cuenta. Ahí está ese alguien que me/te/os/nos sostiene.

Esta columna tan cursi concluye con la misma canción con la que he empezado. Es sorprendente cómo nos vemos reflejados en algunas letras y robamos de ellas aquellas palabras que se ajustan a nuestro estado de ánimo. A muchos les cuesta expresar sus sentimientos y encuentran en la música la forma de aplacar su inquietud. Así que “ya me callo, ya vuelvo al trabajo que, por cierto, el mío es no dejar de hablar. Gracias por extirparme el silencio. Prometo intentar no callar nunca más. Gracias por arrancarme el silencio. Prometo intentar no volver a callar”.