La maternidad subrogada, para la que se utiliza popularmente esa sinécdoque del “vientre de alquiler”, es una cuestión que genera inquietud moral y divide a gran parte de la sociedad. Desde mi punto de vista es una práctica cuyas bondades superan ampliamente los inconvenientes, y el partido en cuya fundación colaboré la apoyaba firmemente en su programa. Pero entiendo perfectamente los reparos que provoca incluso en personas sin motivaciones de carácter religioso. Por mi formación, tengo un gran interés por las relaciones de los seres humanos y su entorno, especialmente las que tienen que ver con la pareja, el sexo o la familia, y procuro estar al tanto de noticias y novedades que tengan que ver con ello. Y la maternidad subrogada es rica en elementos que tocan el nervio de pilares básicos de la condición humana. No es en absoluto un asunto de carácter “cultural”. El proceso de la gestación es un acontecimiento íntimo, casi de comunión. Ese vínculo madre-hijo resuena desde tiempos inmemoriales con notas “sacras”, de vínculo eterno. Por eso vemos los diversos grados de rechazo que provocan “encargos” de ese tipo. Y, quizá por ello, muchas de las parejas que se sirven de una portadora tienen la inteligencia y la generosidad, si ella lo desea, de no cortar tajantemente el lazo, sobre todo si, como en el caso de la pareja gay de la que vamos a hablar, contribuye con su propio óvulo. Con todos los riesgos que pueda comportar.
Efectivamente, se ha conocido recientemente que la madre sustituta de un matrimonio gay, de 36 y 43 años respectivamente, solicitó seguir presente en la vida de su hijo. Era una amiga de la familia que, ante su desesperación por no tener descendencia, aceptó ayudarles. En un principio se acordó que la relación se mantendría tras el parto, pero la amistad se fue deteriorando durante el embarazo hasta ser rechazada de un modo absolutamente tajante tras dar a luz. No sólo eso sino que acabaron tildando su pretensión de “homofóbica” ya que su propósito era tener una “familia sin madre” y sin “ningún puesto vacante” para una mujer. Cuando se presentó para ver al niño en una visita previamente concertada, le negaron el acceso e incluso amenazaron con llamar a la policía, produciéndose una pelea muy violenta en presencia del pequeño. Un psicólogo infantil que prestó declaración dijo que los hombres estaban intentando “borrar a la madre” de su familia, lo que, según él, no reflejaba la realidad ni era lo mejor para el niño.
Creo que en este caso los jueces y el psicólogo tuvieron razón. El comportamiento de esos padres fue decididamente Tabla Rasa, esa visión que considera que el ser humano nace como una pizarra en blanco y que obvia el equipamiento de emociones y comportamientos innatos con los que venimos al mundo. Es un profundo error poner la ideología por delante y alegar sin fundamento, como hicieron ellos, que el pequeño se “confundiría” si viera a su madre. Durante centenares de miles de años los bebés humanos se han criado con sus madres (y, también, como novedad en los primates, con sus padres) y han establecido vínculos psicológicos profundos que están muy bien estudiados. Así que, muy posiblemente, hubiera sucedido lo contrario. Esa “comunidad LGBT”, en la que decían que el niño iba a criarse, podría tener la mejor voluntad. Pero ese tipo de ingeniería familiar difícilmente saldría triunfadora frente al cableado cerebral forjado durante milenios que el pequeño había heredado de sus ancestros. Temían, decían, que el contacto regular con ella le daría la impresión de que “tener padres del mismo sexo hacía que su familia estuviera incompleta”. Pero es que, para nuestra especie, está incompleta. Y no porque sean dos hombres gais. El ser humano se ha criado siempre como ha podido y ha salido adelante: con padres solteros o viudos, con madres solteras o viudas, con abuelos, con tíos o en orfanatos. Pero hay abundantes estudios que señalan las ventajas de una familia tradicional con figuras maternas y paternas a las que recurrir. Una familia encabezada por dos padres concernidos, amorosos y responsables puede ser suficientemente funcional, pero no es la que ha moldeado nuestro cerebro en centenares de miles de años de historia evolutiva. Es mejor la prudencia. Y el mejor regalo que hubieran podido hacer a la criatura era aprovechar la oferta de una madre biológica que, problemas de convivencia aparte, hubiera contribuido con un rol, con una figura todavía irremplazable para un infante sapiens.
Este enfrentamiento propició una batalla legal histórica en Londres y la mujer ganó el caso. “Si bien muchos acuerdos de gestación subrogada funcionan muy bien, este caso proporciona una ilustración gráfica de las dificultades que se pueden encontrar si el acuerdo fracasa”, dijo la juez. Un comentario muy sabio sobre un asunto que será muy interesante de seguir.