Como saben, hace unos días fue asesinado Salwan Momika, un exiliado iraquí de origen católico que estaba en una situación peligrosa porque había quemado públicamente algún que otro Corán. Lo hacía como modo de denunciar la agresividad del Islam y también reclamando esa libertad de expresión que forma parte sustancial del catálogo de derechos y libertades de la zona del mundo que le había dado acogida. De esa parte del planeta que cree que los valores de la Ilustración y del secularismo son irrenunciables. Y fue tiroteado en Suecia, en su propio domicilio. Eso es un golpe más a los tímidos intentos de afirmar, frente al integrismo, el derecho de los ciudadanos a elegir, no solo la propia religión, sino el derecho de no profesar ninguna.
Ese crimen se une a una larga cadena de atropellos a la libertad de expresión cuyo ejemplo más emblemático fue la masacre de Charlie Hebdo. No cabe duda de que los actos de valentía, digamos, “atea” van a disminuir. ¿Están en peligro los valores ilustrados? Los intelectuales modernos entienden el progreso no solo en términos tecnológicos, sino también en términos morales más amplios: la disminución de la mortalidad infantil o el homicidio, la abolición de la esclavitud, la tortura o la pena de muerte, los derechos de la mujer, etc. El “progreso” es algo causado por la racionalidad, la ciencia y el secularismo. Y todo eso no ha sido impedimento para que la convivencia entre creyentes y no creyentes en lo que llamamos “occidente” haya sido bastante exitosa hasta la llegada de masiva de personas de lugares poco acostumbrados a la libertad.
Aunque las cuestiones sobre Dios, los límites del racionalismo o el papel del cristianismo en la cultura occidental siempre han sido objeto de controversia, no eran realmente un problema. Los pensadores de la Ilustración han podido compartir con los creyentes modernos la búsqueda de valores comunes y universales, propios de las religiones mundiales, y los representantes religiosos de la tradición judeocristiana podían reconocer algunos logros genuinos del progreso humano más descreído. Pero una de sus derivadas ha sido la idea ingenua de que en el corazón de todas las culturas laten valores similares. Y la cultura de la élite europea está comprometida con una visión del mundo que hace abstracción de los vínculos particulares (los vínculos nacionales, étnicos, religiosos) y trata a los individuos como ejemplos perfectamente iguales e intercambiables de una Humanidad que lleva una H mayúscula. Un español católico es solo un ser humano. Un danés ateo es solo un ser humano. Un musulmán devoto que pide refugio es solo un ser humano. Para esa élite happy flowers (de la que algunos hemos formado parte hasta hace poco) da igual el lugar de origen o la afiliación religiosa. La única forma de pertenencia que importa es la de la especie humana. Y no sabemos cómo enfrentarnos al regreso de las culturas tribales con su idea del honor, la vergüenza y el ojo por ojo.

Una pareja llora en el lugar de luto frente a la iglesia de San Juan tras un atropello múltiple en el mercado navideño de Magdeburgo
¿Y qué decir de la relación entre las poblaciones migrantes y las enfermedades mentales? Sabemos ahora que las personas desplazadas culturalmente, en particular las que han huido de las zonas de guerra, son más propensas a los problemas de salud mental. A muchos que han atacado a inocentes ciudadanos en mercados navideños o meramente por las calles se les ha atribuido trastornos psíquicos antes que afiliaciones a grupos terroristas. Son preguntas difíciles y urgentes que ni la derecha ni la izquierda parecen dispuestas a abordar; la primera centrándose en la victimología blanca o cristiana, y la segunda asegurando que el verdadero problema es la reacción a esa violencia por parte de la extrema derecha. Pero el secularismo y los valores ilustrados son, precisamente en una Europa con cada vez más cámaras estancas religiosas, más necesarios que nunca. ¿Qué hacemos?