Mi vida itinerante de este último mes, me lleva de las dunas de Doñana y la alegría del Rocío a tierras cántabras, concretamente a la ciudad de Santander con su bahía inmensa que es por sí sola otra forma de felicidad. La contemplo desde la terraza del Hotel Real que parece anclado en una Belle Époque eterna. Además del azul que hay frente a mí, sube de los jardines el aroma de una rosaleda. Aún no sé lo que me deparará la tarde en la cata literaria donde participo, ni sé que habrá luna llena y escribiré estas palabras frente a su luz que caerá a plomo sobre un carguero. Se lo digo porque durante la cata mencionada lo que hemos degustado más que letras y vino ha sido la memoria. Primero porque me han citado al poeta Pepe Hierro, y me ha venido a la boca un gusto a pincho de tortilla, a recreo en un bar donde a mis diecisiete años alternaba, junto a mis compañeros, el Cola cao con la caña. Sentado a una mesa de ese bar, veíamos a menudo a un hombre mayor, aunque mayores lo eran casi todos para nosotros, que vivíamos sin memoria de la muerte y nos creíamos para siempre. Un hombre de rostro duro, calvo, que escribía en un cuaderno y no sabíamos el qué, hasta que lo descubrimos. Un día lo vimos más joven, pero siendo él, en una de las fotografías de los poetas de la generación de la posguerra o poesía desarraigada que había en nuestro libro de literatura. No era José Hierro para nosotros, si no el hombre del bar de la Avenida Ciudad de Barcelona que escribía en una mesa solitaria a la que nos acercamos tras el descubrimiento, tímidos, con el libro entre las manos, ¿es usted? Y él, con la voz ronca, bella, desgarrada como muchos de sus versos, lo soy, muchachos, mira la foto y dice: quitadme de la vista la memoria. Aquel hallazgo acabó en una charla del poeta en el colegio y en la alegría de nuestro profesor de literatura.
Y a vueltas con la memoria, ya les advertí que fue una tarde de recuerdos, se charló también sobre lo que marcan los éxitos, de los que a veces uno no se recupera. Aún me preguntan cuándo volveré a escribir una novela como aquella primera, a mi madre también le pasaba, me dice, al terminar el acto, una mujer menuda, de rostro amable, después de escribir Nada. Me quedo pensativa. Sí, es la hija de Carmen Laforet, se llama Marta. Me cuenta que cuando era niña y le decían que su madre era escritora, ella respondía que no, que su madre era nadadora. Primero porque, desde la orilla de su infancia, Marta la recordaba nadando mar adentro, le gustaba tanto, y segundo porque había ganado el premio Nadal y aquello tenía que ser algo relacionado con la natación. Me cuenta que los periodistas le preguntaban: ¿qué prefiere, a sus hijos o a sus novelas? Ilusionada, escucho más anécdotas de su historia.
Al poco, un hombre de ojos azules me regala un libro dedicado: este es el testimonio de la labor de los maestros en el Aaiún en pro del pueblo saharaui. En la portada una fotografía donde apenas se le reconoce, rodeado de niños. Son mis vivencias, me dice, algún día alguien tendría que contar qué ocurrió allí. Pongo su libro junto al mío, donde he recogido muchos de los recuerdos infantiles de mi padre.
La memoria es quien somos, quien quisimos ser, quien recordamos ser, quien nos recuerda qué fuimos, o quizá la memoria es solo aquello que nos estremece. La memoria nos hace de los demás y nos hace nuestros. La construimos y nos construye. Quizá sea el único andamio posible para sostener la esperanza.