Hace sesenta y nueve años, en 1955, a estas alturas de diciembre, el movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos estaba empezando a estallar. Las consecuencias serían magníficamente irrefrenables. Y parece mentira, pero todo comenzó con un gesto diminuto, protagonizado por una mujer sin importancia. Se llamaba Rosa Parks, tenía cuarenta y dos años, trabajaba como costurera y vivía en Montgomery, Alabama, en el sur profundamente racista de los Estados Unidos.
El 1 de diciembre de 1955, Rosa Parks cogió el autobús de vuelta a casa tras una larga jornada de trabajo. Se sentó en los asientos centrales, junto a otras dos o tres personas negras. Unas paradas más allá, subió un hombre blanco. Todas las plazas delanteras estaban ocupadas. El conductor del autobús exigió a los afroamericanos de la parte intermedia que se pusieran en pie y dejasen los asientos disponibles para el recién llegado.
Así eran las leyes en ese estado que, como todos los del sur de Estados Unidos, obligaba a la población negra a vivir en unas condiciones de marginalidad aberrantes, sometida a leyes y costumbres profundamente racistas e injustas. Entre otras, la obligación de viajar en los asientos traseros del transporte público, mientras los blancos iban en los delanteros. Una persona negra podía sentarse en la zona central siempre y cuando no hubiese caucásicos que la requiriesen: en ese caso, debía abandonarla y viajar de pie aunque hubiera asientos libres, pues la ley impedía que negros y blancos fuesen juntos, los unos al lado de los otros. Es un buen símbolo de cómo eran las cosas.
Aquel 1 de diciembre, Rosa Parks estaba cansada. Cansada físicamente, pero, sobre todo, cansada mentalmente, harta de someterse, de obedecer, de humillarse constantemente por el simple hecho de tener otro color de piel. Cuando el conductor del autobús le exigió que abandonase su asiento, ella se limitó a arrimarse a la ventanilla, dejando libre la plaza de al lado para el viajero pálido que acababa de subir. Con serenidad, pero con una impresionante firmeza, Rosa Parks se negó reiteradamente a moverse: era consciente de que no estaba haciendo nada malo ni perjudicando a nadie y no estaba dispuesta a plegarse una vez más a aquella injusticia.
El conductor terminó por llamar a la policía, que se la llevó detenida. Pasó una noche en el calabozo y tuvo que pagar una multa. Pero esta vez, aquel pequeño acto de resistencia generó un terremoto: la población afroamericana del sur de Estados Unidos había llegado a su límite. Al fin estaban dispuestos a iniciar el combate por sus derechos y llevarlo hasta el final. Si una mujer aparentemente insignificante había sido capaz de hacerlo, todos los demás podrían seguirla.
Un joven y desconocido pastor bautista de la zona, Martin Luther King, enarboló la resistencia pacífica de Rosa Parks como el emblema de la lucha. Organizó un boicot a los autobuses de Montgomery que duró más de un año. A estas alturas del mes de diciembre, la gente negra iba caminando de un lado a otro, en viejos coches compartidos, en bici, en carro… Los ataques por parte de los segregacionistas fueron continuos, incluido el lanzamiento de bombas incendiarias contra la casa de Luther King y diversas iglesias. Pero, al fin, hasta el Tribunal Supremo dio la razón a los boicoteadores y obligó a las compañías de transportes públicos a terminar con aquel segregacionismo atroz.
Sabemos todo lo que Luther King logró a partir de aquel momento, las energías que supo movilizar, la manera como siempre luchó para que todo se hiciera dentro de los límites claros de la no violencia —que no respetaban en cambio sus enemigos— y cómo finalmente su liderazgo y su movimiento lograron cambiar definitivamente la situación legal de los afroamericanos, que hasta entonces no habían sido considerados ciudadanos de pleno derecho.
Hasta el asesinato de Martin Luther King el 4 de abril de 1968, Rosa Parks se mantuvo cercana a él. Su batalla continuó siempre, hasta su muerte en 2005, convertida en un verdadero icono de la lucha por los derechos civiles. Sus restos fueron honrados en la Rotonda del Capitolio, en un acto que se reserva para los héroes de la patria: ella fue, de hecho, la primera heroína en recibir ese homenaje que tanto se mereció.
A veces resulta mucho más cómodo rendirse a lo que hay, asumir la realidad tal cual es, incluso con toda su injusticia a cuestas: Rosa Parks hubiera podido levantarse del asiento y cedérselo al blanco de turno. Tal vez las cosas no hubieran sido iguales para los afroamericanos, y el reconocimiento de sus derechos civiles habría tardado mucho más en llegar. Por eso admiro tanto a esa mujer que no era «nadie», pero que fue capaz de mover el mundo con un gesto tan pequeño.