Un tipo con nombre y apellidos se graba ante el parking de Bonaire fingiendo que llora y se lamenta por la cantidad de muertos que flotan ahí abajo y sobre los que le han informado las mejores fuentes. Era mentira. El mismo individuo entra de noche en una residencia de ancianos de uno de los pueblos asolados por la DANA y, entre suspiros, asegura que los ancianos están abandonados, sin medicinas ni pañales, malviviendo en condiciones penosas. También era mentira. Una señora da la cara ante las cámaras para convencernos de que no donemos dinero a la Cruz Roja porque ni siquiera han aparecido por las localidades arrasadas de Valencia. Mentira.
Se podría rellenar buena parte de este periódico haciendo la lista de la infinidad de bulos que han surgido en torno a esa catástrofe que nos tiene a todos con el corazón encogido. Gentes de ambos sexos y de cualquier edad dispuestas a afirmar rotundamente cosas que saben que no son ciertas, pero que contribuyen a generar sufrimiento, miedo, odio, más incertidumbre en medio de la incertidumbre.
¿Cuál es el mecanismo mental que lleva a esas personas a comportarse así? Me imagino que cada vez que alguien enciende una cámara y se pone a contar alegremente mentiras tan dañinas se unen razones diversas: el ego y la vanidad son sin duda una de ellas, ese afán de protagonismo que lleva a tantos a hacer lo que sea con tal de llamar la atención, a costa de cualquier cosa. También está la cuestión económica, que es muy relevante: cada click y cada like generan dinero contante y sonante, a veces muchísimo dinero. Y, por supuesto, lo ideológico: detrás de muchos de esos embustes, de esas maneras asquerosas de enredar y crear caos, subyacen los intereses de una extrema derecha decidida a aprovechar todas las debilidades del sistema para implantar un caos sobre el que pueda germinar el Nuevo Orden. Podemos afirmarlo sin miedo a equivocarnos porque algunos de esos personajes creadores de bulos son de sobra conocidos en ese círculo sombrío y venenoso.
Pero nada de todo eso funcionaría si no hubiese tanta, tantísima gente dispuesta a creerse esas mentiras. Y aún peor, tantas personas que, incluso no creyéndoselas, son capaces de aplaudir a los mentirosos, reírles “las gracias” y dar eco a sus engaños. Ahí es donde nos enredamos en una espiral perversa que las redes sociales han convertido, sin que apenas nos diésemos cuenta, en una realidad distópica que da mucho miedo.
Hasta hace poco, creíamos vivir en un espacio social en el que los límites éticos y morales eran claros y nos permitían hacer nuestro camino con una cierta seguridad, sabiendo al mismo tiempo por dónde caminaba el otro. De repente, todos esos límites parecen haber saltado por los aires: no importa engañar, no importa hacer daño, no importa cometer actos delictivos, como entrar en plena noche en la residencia en la que viven un montón de ancianos y grabarlos sin su permiso. No importa nada de lo que hagas porque no solo no supondrá ningún daño para ti sino que, además, siempre habrá mucha gente al otro lado de la pantalla dispuesta a aplaudirte y jalearte, otorgándote prestigio, poder y dinero, aunque resulte imposible entender por qué.
Solo esa perversión de los principios puede explicar el triunfo de un mentiroso compulsivo como Trump, que además de crear bulos, se permite presumir de poder hacerlo, mientras las multitudes lo vitorean. ¿Qué nos está pasando? ¿Qué ha ocurrido con los estrictos conceptos del protestantismo, tan extendido en los Estados Unidos, que siempre ha rechazado la mentira como una de las grandes simas degradantes para el ser humano? ¿Cómo es posible que millones de personas que supuestamente piensan así hayan votado a ese rey de todas las falsedades y todos los cinismos?
A veces me parece que la conciencia, esa parte que creíamos sustancial del ser humano, se nos está diluyendo, como si fuese solo un ligerísimo gas que en este momento de la historia se aleja de nosotros por el aire. Entonces me dan ganas de tirar la toalla, pero, por quienes vienen detrás, busco como puedo algo de esperanza en medio de esta pesadumbre. Miro de nuevo hacia Valencia, y veo cómo mientras youtubers e influencers se inventan historias tremendas, mientras el President de su Generalitat y la consellera de Justicia e Interior se agarran a la mentira para negar su frivolidad y salvar el pellejo —con la conciencia flotando a su alrededor y abandonándolos rápidamente—, un número enorme de personas, muchas de ellas muy jóvenes, sujetan fuertemente su condición humana dentro de sí y se dedican a cuidar de los demás. Y esas personas están generando una infinita cantidad de luz que terminará por iluminar la verdad, aunque algunos se empeñen en esconderla al fondo del barro.