Parecía un día cualquiera de principios de septiembre. Estaba escribiendo en mi mesa recién ordenada, frente a una ventana grande y una taza de café tamaño sueño. El sol entraba con un chorro de luz, la perra se había subido a una maceta gigante del patio como suele hacer siempre, buscando restos de hierba, añorando el parque donde la saco a pasear por las mañanas; entonces me di cuenta de que era 11 de septiembre y de que yo estaba limpiando los cristales de las gafas de media distancia con mi gamuza de animal print, concretamente de leopardo, parduzca por el paso de los años.
La perra se puso a ladrar, a veces no quiere bajarse de la maceta sola e insiste que vaya a ayudarla, pero yo aún tenía la gamuza entre las manos porque sabía muy bien, no me hacía falta recordarlo, que me la compré en una óptica de Nueva York. La tienda estaba en un centro comercial que había en una de las Torres Gemelas. Recuerdo los maceteros con plantas de hojas como lanzas, a la entrada, ¿o las he imaginado? pero había verde, naturaleza, y unas escaleras que descendían, entre grandes cristaleras, a no sé ya dónde. Me compré unas gafas que aún conservo en la casa de mis padres, no he tenido valor de tirarlas a pesar de que ya no las uso. Tienen un corazón de brillantitos en uno de los cristales, que son de color azul, y una pequeña grieta.
Así era yo en 2001, ahora no llevo strass, pero guardo las gafas y uso la gamuza siempre. Si alguna vez creo que la he extraviado, la busco con angustia. La gamuza de las Torres Gemelas, me digo, más de veinte años limpiado mis gafas con ella, teniéndola conmigo, custodiándola como se custodia el horror, la pena y tantas otras cosas buenas y malas que te dejaron huella. Aquel viaje a Nueva York con amigos en marzo de 2001. Sin saberlo, las fotos que íbamos a hacer se convertirían pronto en historia, como aquel Coloso de Rodas de los libros de texto que en la Antigüedad parecía imposible derruir.
Nevaba en marzo y hacía un frío de agujas, pero la lluvia era blanca, menuda, nada que ver con la lluvia de ceniza que meses después conmovería al mundo. Tomamos un barco, no recuerdo desde qué muelle, para ir a la isla donde está la Estatua de la Libertad, y el skyline de Nueva York, que habíamos visto en tantas películas, con las Torres al fondo, se nos metió en los ojos. Me sentí como Melanie Griffith en Armas de mujer. Estaba dentro de una de aquellas películas con las que había crecido. Bocas de incendio rojas, alcantarillas humeantes, taxis amarillos, Tiffany, la 5ª, Central Park nevado, Madison con nombre de avenida y de sirena… Ese efecto produce Nueva York, de pariente cercano, de que es un poco de todos porque el cine lo hizo nuestro.
Después de escribir esto, busqué artículos en los periódicos donde recordaran lo ocurrido… sobre todo quería comprobar que aún estaba en la prensa. Leí algunos. Al terminar me quité las gafas, limpié los cristales con la gamuza de leopardo viejo, herido, que había sobrevivido tantos años conmigo, la doblé con cuidado, la dejé tersa y la guardé en su funda.