Sucedió al final de la Guerra Civil. Paco Cerdà (Genovés, 1985), en su magnífico Presentes (Alfaguara, 2024), no desvela su nombre y la llama “La Muchacha”. Bien está que así sea. La violó un soldado en un tiempo en el que los vencedores –y las vencedoras– rapaban a las vencidas por putas, les hacían tragar ricino y las humillaban paseándolas perdidas de mierda y de vómito. Una mujer, como tantas otras, fue violada por un soldado. ¿Qué digo mujer? Cuando su padre denuncia el crimen, La Muchacha sólo tiene catorce años. Fruto de tan tremenda atrocidad, nació un crío. El capitán Delpón Crusellas dedicó cinco meses a investigar la cosa. La Muchacha declaró que hubo dolor y que sangró. El Soldado negó la vejación. El resto de interrogados convirtió el caso en una tenebrosa comedia de líos, como las de Arturo Fernández, pero como pasada por una pintura negra de Goya. Total, para qué complicarse: como no hubo Dios que probara el supuesto delito –o que quisiera probarlo, más bien–, sobreseimiento provisional. No hay culpables.
Presentes en un bestiario de malditos. De malditos en cualquiera de, al menos, las cuatro primeras acepciones que el DRAE da del término: una, “perverso, de mala intención y dañadas costumbres”; dos, “condenado y castigado por la justicia divina”; tres, “de mala calidad, ruin, miserable”, y cuatro, “que va contra las normas establecidas, especialmente en el mundo literario y artístico”. Matilde Landa, por ejemplo, prisionera comunista en la cárcel de Ventas. Cultísima, viajada, con pasta, pero roja, claro. Acabaría suicidándose en la prisión de Palma. O Pilar de Valderrama, amante del hermano de Manuel (Borges), muerta en vida porque sabe que el poeta que la llamaba Guiomar ha muerto en el exilio. O Elena Fortún. O Miguel Hernández. O los Topos. Etcétera, etcétera.
La “España nueva” de entonces humilló, maltrató y/o escondió a aquellos presentes con minúscula por un Presente ausente: el Fundador, el Profeta, el Maestro, Glorioso Mártir, César Eterno, el Elegido, Genio Creador, el Nunca Muerto –título como salido de The Walking Dead–. O sea, José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange Española. Un tipo interesante, para qué negarlo. Dijo en Mota del Cuervo: “Pero sobre vosotros, oprimiéndoos, deformando la España verdadera que constituís, hay otra, artificial, infecunda, ruidosa, formada por los partidos políticos, por el Parlamento, por la vida parasitaria de las ciudades. Muchos habrán venido a prometeros cosas que no cumplieron jamás”. No suena tan viejo, ¿verdad? Sus restos fueron trasladados desde Alicante a El Escorial, panteón de reyes. Se llevaba regular, y tiro de eufemismo, con Franco. Horas antes de que le ejecutara un pelotón republicano, perdonó “con toda el alma a cuantos me hayan podido dañar u ofender” y rogó “que me perdonen todos aquellos a quienes deba la reparación de algún agravio grande o chico”. De eso nada. “La posguerra es la continuación de la guerra por otros medios”, escribe Cerdà. Lo convirtieron en una idea e hicieron con ella lo que quisieron. El entierro del siglo fue una dinosáurica operación de propaganda.
De todo esto va Presentes, ya digo. Hínquenle el colmillo sin dudarlo.