Estos días cumple su primer aniversario una de las obras cumbre del teatro español. Una de las más brillantes y sonadas operetas del más rimbombante, celebrado e imprevisible dramaturgo de nuestros días. Lo curioso de la pieza, tan contemporánea y vanguardista que se ha prolongado hasta el presente en una suerte de función constante, transformando la disciplina y elevándola a un arte mayor en el que el escenario nunca se desmonta, sino que todo prosigue porque no hay telón que bajar, es que aún se pelean los críticos y estudiosos de la materia por ponerle nombre a tamaña masterpiece. Se debaten entre títulos tales como ‘Un hombre profundamente enamorado’, ‘La reflexión del puto amo’ o ‘La carta de Pedro a sus coristas’.
De igual manera, andan a vueltas tratando de enmarcarla en un género que sea capaz de encerrar y definir la esencia de esta cúspide de nuestra literatura e interpretación. Están los que se inclinan por enclaustrarla en un surrealismo mágico, los que se limitan a encuadrarla en el afamado género epistolar o los más atrevidos que, por el contrario, aseguran que lo más apropiado sería dejarla a medio camino entre el melodrama y la comedia, ya que reconocen la maestría del autor y director para mezclar con habilidad las emociones, consiguiendo que éstas funcionen como las dos caras de una misma moneda. Es el llanto sobreactuado y el victimismo chabacano el que nos conduce a una risa desenfrenada, hacia una carcajada irrefrenable que, a la vez, enmascara una honda desesperación. Reír por no llorar, tomarse a ficción una realidad tan cruda y loca que consigue trasladarnos a los terrenos de lo distópico.
Así es, celebramos la efeméride del primer año de vida de la carta de Pedro Sánchez Pérez Castejón -¡quién diablos es el fachorro ése de Vargas Llosa! – a los españoles. Aquella impagable misiva con la que se atrevió a explorar los terrenos de lo inédito de nuestra democracia tras conocerse que su mujer había sido imputada. Aquella carta a la ciudadanía en la que acusó a la derecha, a los medios de comunicación y a los jueces de orquestar una campaña de acoso y derribo contra él y su mujer, la misma que sirvió como pistoletazo de salida para el inicio de un sinfín de subtramas que llegan hasta hoy. En ella, además, manejando a la perfección el engagement, los tempos y la tensión narrativa, nos dio un plazo de cinco días, en los que trataría de desconectar, para dilucidar si le interesaba y le compensaba seguir gobernándonos o no. Magnifico, sobresaliente.
En este lapso fue cuando decidió ir construyendo y presentándonos una marejada de personajes que realizaron un papel impresionante de aflicción, miedo, devastación, preocupación y vulnerabilidad. Todo esto formaba parte de una especie de casting en el que se decidiría, según el desempeño de cada cual, quiénes podrían acceder a los papeles protagonistas. Se ensayaron grandes pucheros, lamentos, incluso hasta los más faltones e incisivos discípulos del sanchismo se disfrazaron de dolorosas y plañideras. Al punto álgido del primer acto se llegó aquella mañana en Ferraz en la que se consumió la cuenta atrás y se alcanzó el clímax de la interpretación cuando, rodeados de las cámaras de los medios que llevaban días enroscados en la tela de araña del dilema del guionista, la caterva de actores de medio pelo, cortesanos y pelotas profesionales, retratados como meros peones del muñidor de la obra, danzaban descocados celebrando que el amado y aguerrido líder había tenido a bien seguir regalándonos su maravilloso tiempo.
Sí, no se haga el sorprendido, querido lector, esto pasó. Se lo juro que, aunque usted lo haya intentado borrar de su memoria, como se borran los ridículos que sangran en las conciencias, aunque todo aquello haya sido atropellado por el aquelarre de convulsión de nuestra actualidad, esto ocurrió. El teatrillo infame sucedió, y hoy, aunque no lo crea, seguimos siendo espectadores obligados de él. Porque todo aquello no fue más que la preparación de lo que venía, un zamarrazo que pulverizó todas las cotas de la desvergüenza, que sirvió para anestesiar nuestra capacidad de asombro e indignación, para neutralizar los galopantes escándalos que asedian a un gobierno que nació haciendo bandera de la pulcritud, para cultivar una amnesia y un desencanto que permita que los ciudadanos no reparen en que tenemos un Ejecutivo que ni ganó las elecciones ni ha sacado adelante unos presupuestos ni tiene un plan para el futuro que no se base en el ejercicio de una improvisación que no va más allá del plano narrativo y poder así continuar con esta farsa revestida de melodrama progresista y de película de terror en la que se combate contra fantasmas cada vez más desdibujados.
De aquella carta, todos esos tachones que el típex del tiempo le ha puesto encima. Aquellas informaciones de los famosos y genéricos ‘pseudomedios’ a los que se aludía han ido siendo verificadas una por una. Aquellos escándalos que se presentaban como falsedades han ido cogiendo cuerpo. Y de esa misiva, que ha sido tronco del que han nacido miles de raíces del descrédito, se han abierto multitud de extensiones que hoy hacen que mirar hacia atrás y observar aquel vodevil oportunista y llorón resulte desconcertante. Tras todo esto llegaron los Aldama y los Hidalgo, las peripecias de Ábalos y su Sancho Panza por las carreteras de España, los tirones de oreja de un prófugo insaciable que se plantó en Cataluña en verano a hacer un mitin, el hermano pianista que no sabía dónde quedaba su puesto de trabajo. Y un sinfín de minucias que atentan contra la ejemplaridad pública que han ido dando forma a un catálogo enorme de excentricidades groseras.
Pero ahí seguimos, en la continuación vacía de la historia de un héroe resistente que lucha contra molinos ultraderechistas, que gobierna sobre cenizas, que no le dice la verdad ni a su cerebro. Ahí seguimos, revistiendo la corrupción de bagatela, el oportunismo de audacia, la irresponsabilidad de valentía y la injusticia y la arbitrariedad de progresismo. Ahí seguimos, pegándole patadas a un balón pinchado hacia adelante, encerrados en el fuera de juego de un hombre sediento de poder que ya nos demostró que es capaz de dejar a su país cinco días colgando de la brocha de su propio ego, que piensa en el Estado como un escenario donde desarrollar las inquietantes tramas que le narra su narcisismo patológico.
La última es no ir al funeral del Papa, y tenernos discutiendo sobre si hace bien o hace mal. Tertulianos diciendo que ha mandado a una gran delegación y que, oh, el amado líder ha tenido a bien invitar al líder de la oposición. Todo esto mientras anunciaba este martes que subiría un 2% el gasto en Defensa sin explicar muy bien de dónde sacaría el dinero. Esto, por lo que sea, no lo comentó con el PP ni prevé llevarlo al Congreso ni al Senado. Debió de debatirlo con alguno de sus perros. A lo Milei.
Pero bueno, quédense con estos dos gestos: el de avisar al gallego, qué generoso, para el funeral del Papa y el de subir el gasto en Defensa pese a que sus socios estén haciendo el pataleíto.
Todo apunta a que ahora nos toca un nuevo capítulo de la obra. Se abre la transformación, en previsión a unas urnas cercanas, hacia el Pedro moderado que se desmarca de la radicalidad de la izquierda infantil, el del hombre de Estado y de centro, el estadista que va a hacerle frente al incierto contexto internacional. Al tiempo. El año que viene, se postula para el Cervantes.