Opinión

Tormentas solares, auroras boreales y común de los mortales

Phil González
Actualizado: h
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¿No has notado nada raro estas últimas semanas? ¿No te has percatado de algún fallo en tus habituales herramientas digitales? Piénsalo bien.

Yo sí. Mi WhatsApp se ha quedado colgado, el Airdrop no me ha funcionado, las Apps no se han cargado, alguna pantalla incluso se ha apagado. Igual son puras coincidencias, pero este reciente brote de auroras boreales me ha llevado a investigar sobre sus repercusiones.

Lo llamativo es que estos fenómenos universales se convierten en éxitos virales, pero no llegan nunca a ser las grandes protagonistas de los titulares. Al margen de esas sorprendentes instantáneas de auroras por el espacio económico europeo, poco se habla de la magnitud del reciente evento cósmico.

Somos inmensamente vulnerables a las energías procedentes del espacio exterior, demostrándonos una vez más, nuestra delicadeza y extrema dependencia a la tecnología.

Ciclos y tormentas solares

El 11 es uno de mis números favoritos y por muchas razones. 1 + 1 = 2. Es sinónimo de trabajo en común, de pareja vital o también considerado como un número primo. En numerología el número 11 puede ser considerado como un “número maestro” y se asocia habitualmente con la intuición, la espiritualidad o la iluminación. Curiosamente, es también el número de años conformando un ciclo pleno de actividad solar. ¿Será casualidad?

Las sucesivas civilizaciones han vivido observando, con cierto respeto, esa bola de fuego en el cielo. Le dedicaron hasta doctrinas, oraciones y religiones. Sin embargo, es hasta hace relativamente bien poco que no hemos sabido más sobre este misterioso astro. Fue un farmacéutico alemán quién el primero, observó su cambio cíclico de brillo incandescente.

Si como el buen Heinrich Schwabel decidieras dedicarle once añitos de tu vida a observar el Sol, comprobarías cómo en su superficie aparecen y desaparecen numerosas manchas de color. Van in crescendo o disminuyendo según la época, indicándonos la cantidad de energía desprendida de dicha estrella. Según su virulencia, los expertos clasifican los periodos como “máximo solar” o “mínimo solar” y parece que ahora mismo estaríamos en épocas de actividad extrema.

Aunque nada relacionado con lo cósmico parezca ciencia cierta, estos ciclos se repiten inexorablemente desde hace más de dos siglos de observación consciente. Esas manifestaciones no son, sin embargo, noticia. No tienen ni transcendencia social, ni relevancia política, pero para nuestras vidas resultan fundamentales. Esa actividad solar puede augurar cambios, variación de temperaturas terrestres y unos impactos potenciales directos sobre nosotros, diminutos humanos hiperconectados.

Las erupciones solares son explosiones gigantescas escapando al poder de nuestra imaginación. Las últimas detectadas este año podrían ser del tamaño de veinte o treinta globos terráqueos, su estallido equivalente a miles de bombas atómicas al unísono. En ese gran fuego artificial, el sol libera enormes cantidades de energía, bajo la forma de potentes masas de partículas, luz y calor.

Esas proyecciones se desplazan a una velocidad tan grande que llegan a recorrer los más de 150 millones de kilómetros que nos separan, en unas horas. Afectan entonces a nuestro campo magnético y traen de cabeza nuestras redes de comunicaciones.

De todos los eventos observados científicamente, el conocido como el de Carrington de 1859 sigue siendo el referente. Según los especialistas fue de tal magnitud que encendió el cielo nocturno de nuestros antepasados y desató el caos en las rudimentarias redes telegráficas de por aquel entonces.

Auroras boreales: pasión entre dos cuerpos celestes.

La última erupción solar fue localizada a mediados de mayo y trajo consigo un espectáculo por todo el mundo.

Las auroras son el mágico fruto de una relación pasional entre el Sol y la Tierra. Esta habitual interacción se ve intensificada por las puntuales tormentas y vientos solares impactando con nuestra magnetosfera. Una relación sentimental a distancia que conmueve nuestra enana burbuja protectora.

En épocas de tormentas, nuestro bendito escudo se comprime y deja penetrar las partículas solares en la atmósfera, especialmente en regiones polares. Una vez adentradas, las partículas chocan con los átomos de oxígeno y de nitrógeno, excitándoles, como si una relación amorosa fuera. Al regresar a su estado original, los exhaustos átomos liberarían esa preciosa energía en forma de luz y de colores.

El lado oscuro de la fuerza.

Al margen de su belleza, esas relaciones celestiales esconden también un lado oscuro. Las colosales tormentas solares nos recuerdan, por momentos, el irrisorio papel de la humanidad en la inmensidad del teatro llamado Universo.

A pesar de nuestros avances y comodidades, seguimos siendo parte de una red intrincada de fuerzas naturales y nuestra avanzada tecnología puede ser vulnerada en cualquier momento, por sencillos pestañeos astrales.

Nuestros satélites, centinelas silenciosos de nuestras comunicaciones, pueden llegar a desviarse o tambalearse. Las precisas señales de GPS pueden volverse erráticas y poco confiables. Aerolíneas incluso verse obligadas a cambiar de rutas de navegación para asegurarse. Nuestros avanzados sistemas de comunicación global dependen a ultranza de una red compleja y no estarán nunca a salvo de cualquier fallo e interrupciones.

Hoy cualquier gestión depende de su buen funcionamiento. Desde la emisión de nuestras nóminas a final de mes, transferencias, intendencia de escuelas u hospitales. Internet está omnipresente en nuestra vida diaria y sus servicios podrían verse severamente mermados hasta niveles de gobiernos. Con las caídas ocasionales de Facebook, Google o WhatsApp, hemos podido comprobar rápidamente nuestro estado de dependencia tecnológica patente, y nuestra fragilidad a hacerle frente.

El común de los mortales.

Los seres vivos también somos sensibles al estado de humor del campo magnético terrestre. Nos vemos ciertamente afectados, aunque nos enteremos los últimos, como siempre. Desde aves migratorias a insectos, pasando por ballenas enormes, ven como su mapa interno basado en el magnetismo, puede llegar a perder el norte.

Los seres humanos no están exentos de todos estos efectos. Algunos estudios científicos sugieren que estas alteraciones magnéticas pueden influir en nuestro bienestar propio, provocando desde dolores de cabeza leves hasta cambios en el estado de ánimo o cansancio. ¿Si plácidos ciclos lunares mueven las olas de nuestros inmensos mares, cómo no nos iban a afectar unas mega explosiones solares?

La lección, quizás, sea doble. Deberíamos recordar lo frágil y diminuto de nuestras existencias y su estrecha conexión con el Universo, un lazo cósmico que, aunque invisible, moldea nuestras vidas del modo más profundo. Y, por otro lado, la necesidad de crear sistemas más resilientes y poder hacer frente a imprevistos y caprichosos eventos solares. Estar todos preparados para volver, si fuese necesario, a un mundo analógico y a otras soluciones ancestrales. Las tormentas solares de este pasado mayo no deben solamente iluminar nuestros cielos, sino también nuestra comprensión y consciencia de lo que significa disfrutar de cada minuto en esta Tierra, bajo las constantes advertencias de esa majestuosa estrella.

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