Cerca de Ulán Bator se alza una estatua de Gengis Kahn de 40 metros de altura, la mole gigantesca e imponente —no voy a entrar en consideraciones estéticas— del fundador del Imperio mongol, que a lo largo del siglo XIII llegó a ser el estado más grande que jamás haya existido, al menos de los estados conformados por territorios contiguos.
Por supuesto, un imperio no se construye sin que mane mucha sangre bajo sus banderas y sus tronos. Si quieres hacerte un imperio a tu medida, prepárate para atacar, herir, torturar, asesinar, matar de hambre y de sed, violar, saquear, capturar esclavas y esclavos y quemar poblados y cosechas. Todo eso fue lo que hizo Gengis Khan, responsable, según los historiadores, de la muerte de muchos millones de personas a lo largo y ancho de Asia.
No le tengo una manía especial al Khan, que conste. Lo he elegido por lo del monumento colosal, pero en realidad siento hacia él la misma repulsión que siento hacia todos los conquistadores del mundo, desde Hammurabi hasta Alejandro Magno, desde Julio César hasta Napoleón, desde Hernán Cortés hasta Hitler, todos esos hombres atroces y airados que un día decidieron que su ambición y su codicia merecían la muerte y el sufrimiento de millones de seres.
El machirulo conquistador
He vivido hasta hace dos años convencida de que no volveríamos a ver a tipos así alzándose a lomos del terror para hacerse las fotos más lucidas. No es que pensara que nunca más habría guerras en el mundo, pero creía que no habría más gengis khanes montados a caballo, presumiendo del letal brillo de sus espadas.
Imaginaba que, después de todo lo vivido durante las dos Guerras Mundiales, y una vez que las mujeres habíamos ido avanzando en el espacio público, el personaje del machirulo conquistador había desaparecido de la historia, y que si pretendía volver a aparecer por alguna esquina del planeta —al menos en las sociedades que llamamos «civilizadas»—, le caerían encima abucheos, gritos e incluso, por qué no, carcajadas burlonas: ¿cómo después de esos dos conflictos, en un mundo de principios muy diferentes, íbamos a soportar que se nos pusiera al frente un nuevo y patético batallador?
Estaba segura de que, al menos temporalmente, habíamos superado esa fase de la historia y que nadie se atrevería a exhibir de semejante manera la parte más dañina de su testosterona. Y, sin embargo, desde febrero de 2022, cuando Rusia invadió Ucrania, vivimos pendientes de algunos psicópatas que emulan los modos de los antiguos conquistadores. Encabezó la procesión de las bombas Putin, ya saben, seguido ahora muy de cerca por Netanyahu. Me los imagino contando por las noches antes de dormirse los muertos, a ver si llevan más que el otro, como dos viejos avaros apilando sus tristes monedas de oro.
Estoy segura de que Putin y Netanyahu son solo, de momento, los dos más visibles. Pero por ahí, en algún sitio todavía oculto o semioculto, se preparan para salir a la luz otro montón de adoradores de la espada y el fuego. Parece que los tiempos vuelven a serles favorables. Y lo más preocupante no es que ellos existan —perturbados siempre los ha habido—, sino la cantidad de gente que los vitorea y les pone coronas de laurel sobre la cabeza. Gente que anhela en nombre de no se sabe qué la guerra, la conquista, la victoria, el humo atronador de las ruinas ardientes bajo las que yacen una y otra vez los cadáveres de todas las víctimas del mundo, una y otra vez.
Mujeres que aplauden
La guerra no es solo cosa de hombres, desde luego. Hay mujeres que la aplauden, y mujeres que, desde el origen de los tiempos, han participado en ellas. El propio Gengis Khan permitía a sus súbditas formar parte de sus ejércitos. Pero, mayoritariamente, han sido varones los que las han encabezado y dirigido. Existe sin duda una visión tóxica de la masculinidad, envenenada además por el relato épico, que lanza a muchos de ellos al entusiasmo por la espada y los misiles.
¿Qué les pasa a esos señores? ¿Qué es lo que les falta en la vida para necesitar alguna que otra batalla que les haga sentirse más hombres? Tal vez, si descubriéramos el secreto, los lugares exactos del cerebro en los que se almacenan esa carencia y ese deseo, sería más fácil terminar con el afán bélico que tantas veces ha asolado el mundo y que está haciendo de nuevo de las suyas.
Como mujer, solo puedo repudiar sus figuras, sus comportamientos, su manera de andar por la vida, pisoteándola. Dan mucho asco, y son muy pequeños, mucho, diminutos seres humanos arrasadores, hombres de pacotilla, que deberían figurar lo antes posible en la lista de especies extintas, por el bien de todos los demás. ¡Al infierno todos los gengis kahn del mundo!