Opinión

Tierras quijotescas

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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Esta semana he visitado tierras manchegas, tierras de buenos quesos y molinos encaramados en lo alto de las colinas, calvas la mayoría, pues sigue agostada esta tierra castellana. Molinos blancos, de piedra, ambos con sus aspas quijotescas. Son como el toro de Osborne de la Mancha. Ya desde la carretera nos recuerdan que estamos en tierras del ingenioso hidalgo.

¿Cómo no darse cuenta? El dibujo del caballero de la triste figura, alargado sobre el flaco rocín, armadura con bacía de barbero y lanza en ristre o al cielo y junto a él, ese Sancho de figura recia, como su carácter, a lomos del jumento también chato que es para él la más noble de las cabalgaduras; Quijote Sancho, Sancho Quijote, su imagen es un icono en tiendas de comestibles, queserías, bares y ventas que bien podría alguna, como la que se halla en Puerto Lapice, haber sido la que recrea Cervantes en su obra, donde se pueden comer los duelos y quebrantos que almorzara los sábados el buen hidalgo. La imaginería quijotesca domina el paisaje manchego de principio a fin. Más allá de ella me siguen sorprendiendo las casas de fachadas blancas con su gruesa banda de color añil en la parte de abajo. Añil que he encontrado también en puertas y ventanas, jugando siempre con el blanco, añil en los chozos manchegos donde se resguardaban pastores y cultivadores de vid, porque es zona vinícola esta que he atravesado, dejando atrás la provincia de Ciudad Real y adentrándome en la de Cuenca donde la tierra se va volviendo roja conforme avanzas.

Además de las hileras de vides, he descubierto pueblos con castillos guerreros, como el muy noble de Belmonte, en forma de estrella y con un bestiario medieval que lo hace único. Aquí las intrigas reales, estuvo retenida Juana la Beltraneja, se abren paso entre las siluetas cervantinas. Verdad y ficción, esa ficción creada por el genial autor que parece haber ocurrido, siendo la ficción más verdad que la propia Historia, por mucho que Cervantes dijera en el capítulo III de su segunda parte: “Uno es escribir como poeta, y otro como historiador; el poeta puede cantar o contar las cosas, no como fueron, sino como deberían ser; y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar verdad alguna”.

Se ha convertido El Quijote en verdad rotunda, en identidad nuestra dentro y fuera de España. Ya decía también Cervantes: “Tanto la mentira es mejor cuanto más parece verdadera, y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible”. No es de extrañar ante estas reflexiones, que, según cuentan, Freud leyera El Quijote junto a su amigo Silberstein, aprendieron español y tuvieron un lenguaje secreto a raíz de la lectura. Incluso hay autores que aseguran que lo tuvo presente en la creación del psicoanálisis. O que Unamuno lo hiciera también suyo, creyendo que su interpretación estaba a merced de quien lo leyera. Quijotes, por tanto, parece haber tantos como lectores. Cada uno con sus gigantes propios, con sus molinos a cuestas, sus Dulcineas y sus batallas con pellejos de vinos, ya decía Borges que somos lo que leemos y no lo que escribimos. Don Quijote somos nosotros luchando entre la realidad y los sueños. Nuestra necesidad aventurera de crear un mundo nuevo.

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