El otro día vi un vídeo de un estudio del Financial Times que me dejó pensando. Mostraba, con datos, cómo las mujeres jóvenes están superando a los hombres en prácticamente todos los indicadores: estudios, rendimiento académico, empleo. Lo vi entero con una mezcla de orgullo… y cierta inquietud.
Durante décadas, la narrativa de género ha sido clara: cerrar la brecha, lograr la igualdad de oportunidades, asegurarnos de que las mujeres tengan las mismas posibilidades que los hombres. Y los datos ahora nos dicen que, al menos en educación y empleo juvenil, hemos avanzado de forma innegable.
Las mujeres estudian más
Las mujeres jóvenes están accediendo más a estudios superiores, obteniendo mejores resultados académicos y, en algunos países, incluso superando a los hombres en tasas de empleo y nivel de ingresos. Estamos muy por delante de donde estábamos hace unas décadas.
¿Por qué? Porque a fin de alcanzar la soñada igualdad, a las mujeres se nos ha empujado a superarnos constantemente: a estudiar más, a romper barreras, a ser independientes, a no conformarnos. Nos han repetido que el futuro era nuestro si nos esforzábamos lo suficiente. Y lo hemos hecho. ¿Qué ha pasado con los hombres mientras tanto?
Porque los datos muestran que los hombres jóvenes no solo están siendo superados por mujeres en educación, empleo o salarios, sino que parecen estar perdiendo impulso. Tienen más tasas de abandono escolar, menos títulos universitarios, menos acceso a trabajos cualificados. No es solo que las mujeres estén avanzando más rápido, es que ellos se están quedando atrás.
Mientras el discurso sobre el papel de la mujer en la sociedad ha evolucionado y se ha expandido, el modelo masculino parece que ha quedado en tierra de nadie. Durante generaciones, la identidad masculina estaba fuertemente ligada al rol de proveedor y al éxito laboral. Ese modelo ha cambiado, y eso es bueno, pero no está del todo claro qué lo ha reemplazado en el caso de los hombres.
Y, quizá, parte del problema es que a los hombres se les ha dado un mensaje principal en todo este tiempo: que apoyen el avance de las mujeres. Sí, era necesario, pero parece que no ha ido acompañado de una conversación sobre su propio papel en el mundo actual, sobre cómo redefinir su identidad, sus aspiraciones o su lugar en una sociedad cambiante.
Lo que llama la atención no es solo el cambio de tendencia, sino el silencio. El hecho de que este tema apenas esté en el debate público. No hay apenas artículos, ni discursos institucionales, ni campañas que se pregunten por qué los hombres jóvenes se están desconectando. Y no porque no importe, sino porque parece que aún no hemos encontrado una forma políticamente cómoda de abordarlo.
Si el objetivo era la igualdad, ¿qué hacemos ahora con este nuevo desequilibrio? ¿Podemos seguir hablando de justicia social si ignoramos un fenómeno que afecta cada vez más a la otra mitad de la población joven? ¿No es precisamente ahora cuando toca preguntarnos qué significa que unos avancen y otros se queden atrás?
Porque, si seguimos por este camino, quizá dentro de unos años seremos las propias mujeres quienes —tras estudiar más, trabajar más y seguir criando a los hijos— acabemos reclamando que los hombres no están cargando con su parte. Y será entonces cuando descubramos que el feminismo nos empoderó tanto… que se nos olvidó repartir el curro.