Es uno de los recuerdos más vívidos de mi infancia: el de un alcaudón real (Lanius excubitor), un pájaro ceniciento y enmascarado, poco menor que el típico mirlo que vemos en los parques de nuestras ciudades, empalando a un ratón de campo en un árbol espinoso. Son unas aves fascinantes, con un pico ganchudo, pero no curvo y fuerte, y unas patitas frágiles, más parecidas a las de los gorriones que a las de los milanos. Su firma es sobradamente reconocible para los hombres y mujeres de campo: para estos bonitos y macabros paseriformes, las plantas y los alambres con púas son salas de despiece, despensas y atalayas de caza.
El naturalista sueco Carlos Linneo, en su décima edición de su magna obra Systema Naturae –con la que creía que estaba clasificando la Creación–, que ve la luz en 1758, los incluye en el género Lanius, que significa “carnicero”. Los clásicos griegos y romanos ya sabían de la ferocidad del bicho. Thoreau, el de Walden, les dedicó un poema: “Escucha, escucha, desde la niebla más densa / trina con fuerza y vigor / el intrépido alcaudón, todo anhelante / por sacarle partido a la niebla”. También Silvia Plath: “Se abate para abrir a picotazos esos párpados sellados, y comerse / las coronas, el palacio, todo”.
En España, al alcaudón también se le llama carnicero, rabudo, espinar, rabúo carnicero, arcudón, picacuerpo y picapuerco. En el Diccionario Nacional de la Lengua Española de don Ramón Joaquín Domínguez, publicado en 1867, “El más completo de los léxicos publicados hasta el día”, según reza el subtítulo, encontramos las voces “alcaudonería”, que es el “lugar donde se guardan, venden o encierran alcaudones”, y “alcaudonero”, “el traficante o cazador de alcaudones”. Cuatro especies del género Lanius –hay más por Eurasia y África: Corvinella, Urolestes y Eurocephalus– rondan por nuestra geografía: el chico, el dorsirrojo, el común –que debe su nombre, Lanius senator, a su cabeza y nuca rojizas, como la toga púrpura que portaban los senadores romanos– y el real, el más grande y, quizá, el más extraordinario.
En el menú del alcaudón real figuran insectos, lagartijas, pequeños roedores y aves. Para cazar a estos últimos, emplea la inteligencia y el engaño: es capaz de imitar el canto de los pájaros. En el capítulo 44 de El hombre y la tierra, la mítica serie de Félix Rodríguez de la Fuente, emitido el 9 de abril de 1976, comprobamos cómo el carnicero, en plan trasunto aviario y turbio de Leonor Lavado, emula a la perfección las voces de contacto –una especie de “no os preocupéis, todo está en orden”– del carbonero, del escribano montesino y del jilguero. Uno de estos últimos pica y, al instante, el depredador se abalanza sobre él, se lo ventila y lo ensarta en su concertina vegetal. Ocurre, sin embargo, que el alcaudón no se halla en la cúspide de la cadena trófica y, al final del episodio, uno acaba siendo engullido por un gavilán.
Me detengo en este punto del artículo, y me pregunto si estoy hablando de unos pajaritos que, simplemente, se limitan a hacer lo que tienen que hacer para sobrevivir, o de unos pajarracos de mal agüero, o sea, de unos políticos voraces, mentirosos y embaucadores que emplean unos métodos similares para alcanzar y conservar el poder y/o forrarse. Mientras tanto, en Valencia…, ya saben.