Qué bien les ha salido la jugada a los dueños de los monopolios digitales. Izando la bandera de la libertad, esa que ya se utiliza hasta para vender sopas de sobre, nos han convencido de que internet es un espacio donde la creación de contenidos y el intercambio de opiniones fluyen sin ningún tipo de restricción. Ese espacio en el que pasamos más de un tercio de nuestro tiempo despiertos, se nos ha proyectado como un lugar azul, abierto y saludable en el que, si dejamos a los usuarios a su aire, emergerá la verdadera democracia. Como historia entretenida para quedarse dormida puede funcionar, pero nada tiene que ver con la realidad.
El verdadero problema consiste en no mirar. Internet no es, ni de lejos, ese espacio luminoso y libre de muros que nos han querido dibujar. Solo hay que escribir en cualquier buscador “imagen de internet” para obtener esa ilusión óptica del espacio digital. Una versión más exacta sería la de una cueva oscura donde tienen lugar millones de transacciones que no podemos ver, realizadas por usuarios y robots a los que también es imposible reconocer. Pero esa imagen no queda tan bonita en una presentación de Powerpoint.

Internet es un crisol infinito de lugares para visitar
La primera careta que conviene desmontar es la de la idea distorsionada que tenemos de internet. Nos han hecho creer que nuestra pantalla es una ventana a la información ilimitada, cuando todo lo que vemos está orquestado por quienes programan. Lo que vemos no es lo que elegimos, sino lo que alguien ha decidido que debemos ver. Lo que genera más crispación. Lo que alimenta la polémica. La violencia. Lo destructivo. Lo comercial. Lo emocional. Lo que espera un espectador pasivo. Esos algoritmos también censuran (palabra que nos aterra y que solemos aplicar mal) todo aquello que nunca vamos a llegar a ver. Lo sereno. Lo positivo. Lo dialogante. Lo que cuestiona. Lo que requiere esfuerzo. Lo constructivo. Lo racional. Los tonos intermedios. El espacio digital ya está regularizado, existen millones de normas que operan en él y que están diseñadas por quienes lo poseen. El reto ahora es escuchar lo que necesitan los usuarios y poner en el centro sus derechos, para que el espacio digital sea libre de verdad.
Algo fundamental si queremos mejorar la calidad de nuestras plazas virtuales es iluminarlas bien. Lo que en el mundo físico jamás ocurriría: hablar, establecer vínculos e incluso entregar nuestros datos personales a personas que se ocultan tras un pasamontaña, en el mundo virtual es algo normal. No solo la mayoría de perfiles con quienes interactuamos se esconden tras el anonimato, también nos engañan falsificando su edad, sexo e intenciones. Muchos ni siquiera humanos. Según la consultora Imperva, la mitad del tráfico de internet está producido por máquinas o bots. Así que es muy probable que de la mayoría de esas idílicas interacciones que van a construir la verdadera democracia, las estemos estableciendo con programaciones.
Como mujer también tengo derecho a comunicarme a través de las redes y socializar en esas plazas virtuales, pero cuando lo hago recibo cientos de insultos, acoso y amenazas porque mis contenidos no son lo que los algoritmos quieren. No me siento protegida sino vulnerable y maltratada. No dispongo de herramientas, ni de tiempo, ni de canales para denunciar todas esas acciones que dañan mi vida, mi salud y mi economía. Tengo derecho a saber con quién estoy hablando y, sobre todo, tengo derecho a saber quién me está insultando, porque si no puedo identificarlo tampoco lo puedo combatir. Los delincuentes se escudan en el anonimato.
Si no es posible que todo el mundo de la cara, a mí me gustaría poder decidir si quiero ser vista por los que se esconden. ¿Cabría la posibilidad de articular una opción para que los usuarios que sí se identifican puedan decidir interactuar solo con quienes también lo hacen? Quizás de esa forma los usuarios anónimos se quedarían aislados. En una plaza bots y algoritmos insultándose entre ellos y en otra, personas relacionándose con empatía.
Internet hoy no es un lugar democrático. Hay luz para unos (los poderosos) y oscuridad para el resto. No nos queda otra que aceptar sus condiciones si no queremos quedarnos fuera de la conversación pública y de nuestros círculos sociales. Pero no es un juego limpio, no son condiciones justas. Solo unos pocos ven y ganan dinero con ello, y la mayoría aceptamos a ciegas el maltrato por miedo al aislamiento.
Urge hacer algo con la cuestión del anonimato. Quizás haya que empezar por desenmascarar esa imagen ficticia del espacio digital.