Querida Penélope, muchos años han pasado desde que supe de tu existencia. No recuerdo ningún detalle de la edición de aquel libro infantil, salvo que te dibujaban con el cabello tan largo como tu manto y que eras morena en vez de rubia, no había Barbie Penélope, ni Ken, Ulises. Una mujer que teje por la mañana y por la noche deshace lo tejido. Parecías detener el tiempo en la urdimbre de tu telar, como si la eternidad habitara entre sus hilos y la trenzaran tus manos.
En esa época de la infancia, mi abuela vivía en la casa de mis padres. La recuerdo siempre haciendo punto, con aquellas agujas largas y gruesas, pero mi abuelo ya estaba muerto hacía décadas, justo al empezar la guerra.
Yo, con la inocencia a cuestas, me preguntaba: ¿a quién esperará mientras teje, si se le fue por siempre su Ulises? Si habita ya en nuestro Hades celeste. Tenía el pelo corto y blanco, los ojos grises; le gustaban los toros y gritar olé desde el sofá del cuarto de estar; le gustaba hacer flanes con azúcar tostada, los canarios, recogerme del colegio y ver en la televisión cómo desfilaban los legionarios, con la camisa abierta, aunque a mí solo me llamaba para que viera a la cabra siguiendo el paso marcial sin despistarse.
El tiempo suyo, la vida suya
Más adelante supe que había tenido varios pretendientes en su juventud, uno de ellos un capitán de infantería muy guapo al que rechazó mientras seguía haciendo punto: jerséis, toquillas, mantas para nuestros gatos. Ella terminaba sus labores, aunque a veces me decía, mira, me salté este dibujo y hay que deshacer. Así que destejía y hacía el tiempo suyo, hacía la vida suya, como tú, mi querida Penélope.
¿Era el trajín de aquellos hilos una coartada para vuestra libertad?, me pregunto ahora, para que os dejaran en paz con aquel: elige al hombre más adecuado, cásate. Mientras tejíais erais las dueñas de vuestros destinos. Solo necesitabais una labor e inventar una ficción acorde con ella, sin que el resto se diera cuenta de que el objetivo era otro: decidir por vosotras mismas.
Pero antes de verlo así, Penélope, me tocó aprender a coser en el colegio, en aquella asignatura de nombre horrible: pretecnología. Aquello no me dio buena espina. Petit point, vainicas, punto de cruz, cadenetas que la larga y picuda uña fucsia de mi profesora mancillaba sin piedad: está mal, me decía, chapucera, no pones interés. Luego mi abuela me enseñó a hacer punto y se me dormían los dedos, no pasé de las mantas de gato.
Aquella escena de película
¿Aprendía labores o aprendía a esperar? me preguntaba a veces con angustia. ¿Cultivaba la paciencia, más que la puntada, para un futuro? Porque esa idea de que a nosotras nos tocaba la espera y a los hombres la acción, tú sabes bien a lo que me refiero por tu Ulises, también la había visto en mi película favorita de aquella época: Lo que el viento se llevó, en la escena donde las mujeres bordan, menos Melania Hamilton que lee en alto David Copperfiled, mientras sus hombres vengan el honor mancillado de Escarlata O´hara.
Hilos, esperas y destinos… Hoy coso mal los botones, de las vainicas ni me acuerdo y hago costurones de Frankenstein cuando he de meter el bajo de los pantalones de mi hija y el costurero tiene la inclemencia de cerrar. Son cosas útiles, me repito, has de enmendarte y dejar atrás los traumas de la infancia. Pero a veces me pregunto si las mujeres todavía necesitamos excusas como tejer mortajas de suegros, lo que era tu manto, Penélope, o mantitas de gato, para ser dueñas de nuestros destinos. Si necesitamos seguir inventado ficciones para ser libres. Si seguimos tejiendo y destejiendo nuestro destino, como tú, mi querida Penélope, viviendo la vida de muchas mujeres en una, solo a la espera de encontrarnos.