A Ramón de la Riva.
Mi mujer, Teresa, y yo, teníamos una discusión eterna: París o Londres. Sin que sirva de precedente, es la primera disputa conyugal que gano – ¡para tranquilidad y felicidad de nuestros cinco hijos! – en cuarenta años de relación, entre noviazgo y matrimonio. Estoy, por ello, profundamente agradecido a los organizadores de los Juegos Olímpicos de París. Londres y París, Historia de dos ciudades que diría Dickens, han organizado los Juegos de verano en un intervalo de doce años y el resultado no puede ser más desigual.
En 2012, Londres vivió unos Juegos Olímpicos mediocres, ramplones, que ya no recuerda nadie. Los ingleses desaprovecharon la oportunidad de mostrar al mundo sus encantos, porque estaban ya atrapados por la profunda estupidez tory de sustituir el ancestral pragmatismo de las Islas Británicas por una súbita e irracional atracción por los referéndums. La patria de Lord Palmerston, ”Inglaterra no tiene amigos ni enemigos permanentes, Inglaterra tiene intereses permanentes”, se jugó su futuro a la ruleta rusa y perdió y los Juegos londinenses fueron el fiel reflejo de esa época y de ese espíritu.
París, en cambio, en 2024, ha deslumbrado al mundo con unos Juegos Olímpicos memorables, que han despejado para siempre la cuestión de cuál es la segunda ciudad más bella del mundo: París, tras Betanzos. La ciudad del Sena ha sido la gran vencedora de estos Juegos. Su belleza inconmensurable, inmarchitable, inigualable ha conquistado a través de las imágenes de televisión al público de todas las latitudes. Porque eso son unos Juegos Olímpicos: el espectáculo televisivo más grandioso que existe, incluso más que la gala anual de los premios Goya.
Enrique IV dijo – o dicen que dijo- “Paris bien vale una misa”, y este verano hemos descubierto que se quedó corto: París vale una existencia entera dedicada a la vida contemplativa. Da igual que hablemos de sus calles, su río, sus edificios; o de esos seis mil metros de ensueño que separan Notre Dame de la Torre Eiffel y que transitados por la rive gauche se convierten en el paseo más delicioso del orbe. Francia ha exhibido, ha mostrado, ha desnudado a su capital a los ojos del mundo y París, como si fuese un poema de Baudelaire, una novela de Hugo o una canción de Piaf (sublime Céline Dion cantando El Himno al amor) ha enamorado y cautivado a todos los corazones.
Los juegos parisinos- los mejores del siglo XXI- han provocado en mí una tremenda añoranza, nostalgia, una tremenda morriña; me han recordado a los Juegos de Barcelona, los mejores del siglo XX, y tal vez de la Historia. Los que amamos tanto a esa ciudad y a esa tierra queremos que Barcelona deje de ser pronto el escenario de las performances de Puigdemont y vuelva a ser la de 1992, la Barcelona triunfal de Gaudí, Maragall y Juan Antonio Samaranch, tres catalanes universales.
La participación española en París 2024 se puede resumir en una frase, la misma frase que nos martillea a los aficionados cada cuatro años: el olimpismo español pasó en los Juegos de París, sin solución de continuidad, del triunfalismo injustificado de las vísperas al conformismo injustificable del día después. Aquí no dimite nadie, pero esa, como diría Kipling, es otra historia. Tuvimos cinco mágicos momentos de oro: las maravillosas chicas del waterpolo y los chicos del fútbol; la vela, que nunca nos falla; el salto prodigioso de Jordan Díaz y la extraordinaria actuación de la marcha española, de María Pérez y Álvaro Martín, a la sombra gigantesca y majestuosa de la Torre Eiffel. Tuvimos alguna plata, varios bronces y muchos diplomas, pero tuvimos, también, muchísimas decepciones por la irresponsable ligereza de nuestros dirigentes deportivos de inflar siempre las expectativas y las previsiones.
Pero los aficionados españoles recordaremos los Juegos de París por dos momentos inesperados, sorprendentes: uno de inmensa alegría y otro de enorme tristeza, las dos caras de la vida, las dos caras de la luna. Dos instantes que habitarán en nuestra memoria para siempre, que nunca olvidaremos. El gozo lo vivimos en la ceremonia de inauguración, en la misma ceremonia en que las mamarrachadas woke tuvieron su minuto de gloria, vejando cobarde y zafiamente al cristianismo. No hay lugar, sin embargo, más inapropiado para que esta delirante cofradía de parásitos haga exhibición pública de su inutilidad y estulticia que unos Juegos Olímpicos, porque los Juegos simbolizan, precisamente, todo lo que estos tarambanas atacan: la historia, la tradición, el trabajo, el esfuerzo, el sudor, el sacrificio. Los valores que hacen avanzar y progresar a los seres humanos y a las naciones.
El júbilo imprevisto se produjo en la pasarela de Trocadero, en el mismo lugar donde la Bestia pensó que dominaría el mundo, aunque no contó con que la oposición de un inmenso borrachín inglés se lo impediría. En esa pasarela, Francia, la nación de la grandeur y el chovinismo, honró a un extranjero de un modo asombroso, pero no al extranjero de Albert Camus, sino a uno de Manacor, España. Sí, con las miradas de millones de personas posadas sobre París, Francia tuvo la generosidad de distinguir a un español, a Rafa Nadal, dándonos a los nadalistas- yo lo soy de modo exacerbado y feroz- una satisfacción brutal. Francia homenajeó así a Rafa, porque los franceses saben mejor que nadie lo que el tenista mallorquín significa. Dentro de miles de años lo único que subsistirá del mundo actual en el planeta Tierra serán la Iglesia católica, que seguirá celebrando milenios, y los 14 Roland Garros de Rafa Nadal, convertidos ya en el sinónimo universal de la palabra infinito.
El disgusto, la inmensa desazón, tuvo lugar el domingo 4 de agosto, cuando Carolina Marín se rompió la rodilla y a España se le rompió el alma. La onubense, después de superar todas las lesiones y desgracias, se quebró cuando acariciaba otra final olímpica. Nadie dijo que la vida fuese fácil. Nadie ha escrito mejor que Hölderlin lo que vimos y vivimos: “La ola del corazón no se cubriría de la más hermosa espuma, ni se haría toda espíritu, si la roca imposible del destino no se opusiese a su paso”.
El infortunio de una deportista admirable, la mujer que derribó la gran muralla china del bádminton, nos emocionó a toda España. Huelva es una cantera inagotable de virtuosos pianistas, porque además de al gran Javier Perianes- el único hombre al que le he besado las manos en mi vida- nos ha dado a Carolina Marín, la mujer que ha sabido tocar mejor que nadie las teclas de ese gran piano que es el corazón de España.
Como lo supo tocar la rival de Carolina, la china He Bingjiao, en el podio, donde, con un pequeño pin con la bandera de España entre los dedos, protagonizó el momento más emotivo, más hermoso y de más hondo espíritu olímpico de todos los Juegos.
En unas semanas, Carolina recibirá en Oviedo el premio Princesa de Asturias de los Deportes, de manos de la princesa Leonor. Este año el jurado ha acertado de pleno, tras ausencias inexplicables y premiados incomprensibles. Luego los ríos de la vida seguirán su curso. El futuro de todos está escrito en las estrellas, el de Carolina Marín está escrito también en los versos de Auden: “Hacia derrotas nuevas ha de ir todavía, / hacia dolores nuevos y mayores, / y hacia la derrota del dolor”. Y tú, querida Carolina, ya has derrotado al dolor.