La semana pasada me perdí durante unas horas en el mundo del surrealismo, gracias a la exposición que les recomiendo visitar en la Fundación Mapfre de Madrid: Otros surrealismos, 1924. El título alude al centenario del Manifiesto surrealista de André Breton, publicado en ese año clave. Breton, figura central del movimiento, proclamaba que el surrealismo no aspiraba simplemente a renovar el arte, sino a transformar el mundo, y hacerlo de la manera más radical posible, como afirmaba en una conferencia pronunciada en Bélgica, con Magritte entre el público, en 1934.
Algunos de los temas abordados en la muestra me eran familiares: el sueño, el inconsciente, la naturaleza y la videncia, entre otros, me remitieron de inmediato a los románticos del siglo XIX que también buscaron en esos territorios otras formas de conocimiento, más allá de la razón y la lógica ilustrada. Los surrealistas exploraron también lo espontáneo, el pensamiento automático, el azar de los objetos encontrados, muchas veces descompuestos en busca de un nuevo sentido. Todo ello para mirar de otro modo esta realidad nuestra, tan imperfecta, tan opaca, tan necesitada de una grieta por la que soñar o por la que entenderla.
Al margen del surrealismo canónico de Breton —y de su rigidez, como señalan los excelentes textos que acompañan la exposición—, surgieron otros caminos, otros surrealismos. Algunos nacieron de la disidencia, otros del margen que impuso el propio movimiento, y muchos fueron protagonizados por mujeres, figuras olvidadas, silenciadas o instrumentalizadas. Gala Dalí, por ejemplo, nos acompaña con su halo magnético por muchas de las salas, pero fue la obra de Remedios Varo la que me deslumbró. No la conocía lo suficiente y me atrapó con la delicadeza poderosa de su cuadro Papilla estelar, donde una mujer alimenta a la luna a través de una máquina tan simple como mágica. La escena es onírica, serena, pero de una abrumadora intensidad.
La luna, siempre musa de los artistas, vuelve aquí como criatura alimentada por la humanidad. No pude evitar recordar el delicioso libro de Ítalo Calvino, Las Cosmicómicas, donde en tiempos prístinos se subía a la luna por una escalera y, con una cuchara, se recogía nata de sus cráteres. La luna como alimento, como misterio, como amor. Las figuras femeninas de Varo, por su parte, me trajeron a la memoria las del Bosco en El Jardín de las delicias, con su aire de cuento inquietante, su espiritualidad fantástica, su delicado extrañamiento.
La exposición reivindica con acierto el lugar de las mujeres dentro del movimiento o cercanas a él, o directamente excluidas. Mientras Breton les atribuía el rol de médiums del inconsciente —pasivas, etéreas, a su servicio simbólico—, las creadoras rompieron con esa visión restringida del deseo. Varo no necesitó plegarse a los constructos que establecía Breton sobre “lo femenino”: su mundo obedecía solo a su propia voz interior. Las creadoras se alzan contra el deseo con prohibiciones en aras de un deseo que solo obedezca a lo que él mismo dicte.
Obras de Leonora Carrington, Maruja Mallo, Gala Dalí, Toyen y otras artistas nos invitan a entrar en universos personales, inquietantes, únicos, llenos de símbolos, humor, intuición y extrañeza. Universos donde la melena de la realidad se desata y nos permite asomarnos a lo que hay debajo: el lenguaje secreto de los sueños, el territorio del asombro, la identidad no domesticada.
No se pierdan esta exposición. Dejen que lo irracional inunde su pensamiento, que los objetos hablen, que el subconsciente trace caminos nuevos. Porque a veces, para encontrarse, hay que dejar de buscar afuera y atreverse a soñar con los ojos abiertos.