Opinión

Sonreír es gratis, y mi vuelo también

María Morales
Actualizado: h
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Vivimos en un mundo en el que el estrés y las prisas parecen justificar la deshumanización de las interacciones. Tener un mal día, o simplemente estar cansado, excusa un mal gesto o una mala contestación, y ya no te digo si te ha pasado algo grave. Pensad en las mañanas en el metro, por ejemplo. Todos apiñados, respirando el mismo aire recalentado, haciendo malabares con portátiles, termos de café y mochilas de gimnasio; y poniendo caras de paciencia y desesperación. En ese ambiente, ver un unicornio paseando por el vagón sería más probable que encontrar un gesto de amabilidad, como una sonrisa.

Me parece curioso cómo se nos olvida frecuentemente que todos estamos en las mismas: todos madrugamos para ir a un trabajo que nos gusta más o menos, todos tenemos preocupaciones y a todos se nos hacen algunos días cuesta arriba. ¿Tanto nos cuesta recordar que detrás de cada rostro hay una historia, una vida, y un esfuerzo similar al nuestro? Mi padre siempre nos ha dicho que no hay nada mejor que sonreír, en cualquier situación, y lo justifica en términos de inversión (gajes del oficio, supongo): no cuesta nada, no tiene riesgo, y el beneficio es ilimitado: como poco, le alegras el día a alguien y, en algunos casos, puede tener un impacto espectacular. Os cuento una historia:

Viernes 2 de diciembre de 2022, son las 18:00 y acabo de aterrizar en Londres, para una breve escala que me acabará llevando a Boston, a visitar a mi hermana, que está allí de intercambio. La escala es algo justa. Corro para cambiar de terminal y llego acalorada al control de seguridad. Escaneo mi pasaporte, pero no pasa nada. Vuelvo a escanearlo: las puertas no se abren. Miro la pantalla: go to kiosk. Busco a mi alrededor y ubico al personal del aeropuerto. Les explico que las puertas no funcionan y entrego mi pasaporte.

– Lo siento señora, no hay ningún ESTA aprobado para este pasaporte.

Miro a la empleada de seguridad confusa, miro mi pasaporte y miro el ESTA, que llevo impreso.

– ¿Cómo que no? Aquí está.

– No – responde – este pasaporte no está asociado a ningún ESTA aprobado.

Me sudan las manos, miro el móvil para comprobar que me quedan solo 40 minutos hasta el despegue de mi vuelo, y temblando abro el documento para repasar los datos. Al revisar el formulario me doy cuenta de algo: he confundido la letra “O” por un cero al rellenar el maldito documento. La miro agobiada y le explico lo ocurrido.

Me dice que no me puede dejar cruzar esas puertas sin un ESTA, y sugiere que vuelva a hacer la solicitud, y que rece por que se apruebe. En ese punto yo ya estoy llorando como una magdalena. Y sí, en parte es porque soy de lágrima fácil. Veo que se desespera al mirarme y casi puedo leerle el pensamiento: “típico de una española montar un pollo sentimental en mitad del aeropuerto”. En ese momento me acuerdo de mi padre: llorando no se consigue nada, pero sonriendo nunca se sabe. Al fin y al cabo, esta señora no tiene la culpa de que yo haya tenido un episodio de dislexia transitoria, y bastante paciencia está teniendo ya conmigo. Le sonrío y asiento. Me quedo a su lado y relleno, lo más rápido que puedo, todo el formulario de nuevo. Cuando me habla, sus palabras son amables:

– Venga, cuanto antes lo rellenes más opciones tienes de que se apruebe a tiempo.

Tardo al menos 15 minutos en volver a rellenar todo, porque los americanos te preguntan hasta cómo se llama el perro de tu vecino, cuántas veces parpadeas por minuto y si alguna vez has robado un boli de la oficina (crucial por motivos de seguridad nacional, evidentemente). Me parece bastante paradójico el nivel de detalle que exigen, teniendo en cuenta que han emitido un ESTA para un pasaporte que no existe. Cuando por fin termino, le devuelvo mi pasaporte a la empleada de seguridad, sonriendo una vez más. Me fijo en la plaquita con su nombre, se llama Fatimah.

– He llamado a la puerta de embarque, les he pedido que esperen todo lo posible. Tenemos 15 minutos.

Fatimah escanea mi pasaporte y refresca la pantalla cada dos minutos, pero al final es inevitable y pierdo mi vuelo. Intento recomponerme como puedo, busco vuelos para el día siguiente y compruebo a disgusto que se salen de mi presupuesto. Llamo a mi hermana primero, y a mis padres después. Me dicen que me saque un vuelo a casa y, al colgar, vuelvo a buscar a Fatimah. Entre sollozos le doy la mano y las gracias por su amabilidad, y por haber intentado ayudarme, esbozando la sonrisa más patética de la historia.

– Dame tu pasaporte – y, quitándomelo de las manos, desaparece tras una puerta. Me quedo ahí pasmada esperándola. No sé muy bien qué aspecto tengo, pero varias personas se paran a preguntar si estoy bien. Pienso que Fatimah tiene razón y que estoy confirmando sus supuestos prejuicios: menudo pollo he montado. Cuando sale, lleva en la mano el billete a Boston que no me podía permitir, y una reserva para un hotel en el aeropuerto.

– El vuelo es mañana por la mañana, pero el ESTA debería estar aprobado para entonces. Vete a dormir y vuelve mañana pronto, con tiempo.

– ¿Por qué? – la miro sorprendida mientras cojo los papeles, pero ella se encoje de hombros, y me sonríe antes de volver a su trabajo.

Es posible que Fatimah fuese una de esas personas que simplemente quiere ayudar. Y puede que, acostumbrada a tener que dar malas noticias y recibir malas reacciones como parte de su trabajo, mi actitud le ablandase un poco. Lo que está claro es que año y medio después de este suceso me sigo acordando de aquel día y de la señora que decidió apiadarse de mí, de mi estupidez y mi desesperación. También me acuerdo de ese taxista que me intentó sacar una sonrisa un día que me subí a su taxi agobiada, de la camarera que me invitó a un café y una cookie tras escuchar que me habían dado una mala noticia y del examinador de la DGT que me contó un chiste al empezar mi examen práctico porque me vio atacada de los nervios (y sí, hay examinadores de la DGT que son simpáticos, aunque os cueste creerlo).

Lo que quiero decir con todos estos ejemplos es que, en efecto, algo tan simple como una sonrisa o unas palabras de amabilidad le pueden cambiar el día a alguien y, aunque parezcan insignificantes, son gestos que dejan huella, que se contagian y se recuerdan. ¿Habéis visto el video del experimento social con la risa contagiosa en el metro? Creo que es parte de un anuncio de esa marca que todos conocemos por ser experta en explotar los sentimientos en sus campañas publicitarias. En cualquier caso, el ejemplo es perfecto: un tío empieza a partirse de la risa solo, y poco a poco el vagón entero cambia las caras de asco por carcajadas. Una chorrada, puede, pero esa mañana unas 30 personas se bajaron del metro de mejor humor, y probablemente siguieron con sus días con un poco más de buen rollo.

Así que, la próxima vez que tengáis la oportunidad de elegir cómo reaccionar, os invito a que optéis por una sonrisa, aunque consideréis que la otra persona no “se la merece”, y aunque creáis que os cuesta más que ser bordes o simplemente pasar de largo. Y aunque sería bonito pensar que todos podemos hacer esto motivados por nuestra sensibilidad y empatía, tampoco quiero ser una hippie. Por lo que, si os motivan más otras cosas, pensad que una sonrisa os puede conseguir hasta un vuelo gratis.

Por cierto, recordad siempre que vuestro pasaporte empieza por tres letras, y si por casualidad pasáis por el control de seguridad de la T5 de Heathrow y os cruzáis con Fatimah, decidle que la española llorona se sigue acordando de ella.