En Querer se hace visible lo invisible. Hay miradas y silencios que hieren. No sé si esta serie impresiona tanto porque mucha gente reconoce patrones de comportamiento similares en su entorno o porque hasta ahora nadie nos había relatado de esta forma tan cruda una realidad que aún pervive en muchas casas.
En ella se cuenta la historia de Miren, una mujer que abandona el domicilio conyugal y denuncia a su marido tras treinta años casados. Su directora, Alauda Ruiz de Azúa, nos va envolviendo en el argumento con la sutileza de una imagen que contrasta con la violencia del contenido. Escuece saber que la protagonista ha vivido tanto tiempo sometida e infeliz sin que nadie lo sospeche. Todo parece idílico en esta familia modelo, acomodada y con dos hijos. Hasta que se escarba y nada es lo que parece.
Son sólo cuatro capítulos y al finalizarlos te sientes descompuesta. Encima, por si fuera poco, rematé la semana yendo a ver Jauría, el montaje teatral basado en el juicio a ‘La Manada’. En esta representación se van mezclando fragmentos de las declaraciones de los acusados y de la víctima. De esa forma se recuerda la violación grupal del 7 de julio de 2016 en Pamplona. Desde entonces ha habido, por desgracia, muchas réplicas.
La primera obra nos hace reflexionar sobre el consentimiento en el matrimonio. La segunda, sobre las relaciones de abuso y poder. Ambas se entremezclan. Coincidiendo con el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer se puede decir que estos son sólo dos ejemplos de las infinitas maneras que hay de vejar y hacer sufrir al colectivo femenino. El maltrato tiene mil caras: la física, económica, psicológica, vicaria, digital, sexual, laboral…
Cada semana se contabilizaba un nuevo asesinato machista. Al escribir estas líneas, el número de mujeres a las que han matado en España ascendía a 40 en 2024 y a 1.284 desde 2003, cuando se empezaron a recopilar los datos. Pero estas cifras cambian de un momento a otro. Los informativos dan cuenta cada día de nuevos casos o nos muestran el rostro de Gisèle Pelicot, a quien su marido sedó durante 10 años para que más de 50 hombres abusaran de ella. La prueba de que las películas de terror existen se encuentra a la vuelta de la esquina.
Yo quiero que mi hija sea libre, quiero que pueda beberse una copa cuando salga sin que le echen burundanga, quiero que vista como le dé la real gana y quiero que camine por la calle de noche sin miedo. Espero que nadie le ponga la mano encima. No haría falta tener que decirlo, pero somos vulnerables. Como leí hace tiempo en el cartel de una manifestación: “Si te retienen, insultan, atacan, pegan o amenazan, no te confundas. Eso no es amor”.
Por suerte, creo que las nuevas generaciones han espabilado, que saben poner límites y que muchas chicas detectan cuando una relación se convierte en tóxica. Ha habido avances, pero no son suficientes. Todavía hace falta educación y una sociedad más igualitaria. También recursos. No necesito el pésame de los políticos o el minuto de silencio, sino que pongan las medidas para atajar la situación y ayudar a que muchas mujeres den, entre otras cosas, con una salida laboral que les permita escapar. Hay que censurar el control, dejar de aplaudir actitudes que incomodan y condenar aquellas que alientan los partidos de extrema derecha.
A nosotras sólo nos queda abrir los ojos de par en par y no tolerar todo aquello que nos haga daño. Siempre estaremos las unas con las otras. Ahí tenemos tejida una red de apoyo imbatible. Y nada mejor que seguir los versos del poeta y novelista Benjamín Prado: “Que tu vida sea tuya, que al mirarte al espejo te parezcas a ti. No confundas la cuerda que salva con la que ata. No te detengas donde no vayas a crecer”.