He comprado unos cascos con cancelación de ruido, de esos enormes que te cubren por completo la cabeza. Mucha gente se pasea ahora con ellos. Seguro que la mayoría de las personas van oyendo música, pero me las imagino dentro de una burbuja insonorizada.
Al principio, pensé que mi necesidad de calma era consecuencia de haber trabajado en una radio, pero ya hubo un tiempo en el que después de asistir a cumbres políticas interminables, solía refugiarme en la habitación del hotel de turno y no quería escuchar nada.
Hay quien se pone la tele a buen volumen para que le haga compañía. Yo siempre he buscado lo contrario: el descanso, la oscuridad y el roce de las sábanas. Algo maravilloso, sobre todo, durante la paz de la madrugada. Ese momento perfecto en el que la casa no bulle, el resto todavía duerme y llega el eco lejano de algún coche que pasa.
Algunas veces me quedo inmóvil, esperando a que los guiones de la persiana se vayan iluminando por la luz tenue de la mañana. Otras, aprovecho para leer o escribir algo que tengo pendiente. Veo el reloj y voy descontando los minutos que quedan para encarar una jornada de esas que nos engullen a todos con su ritmo frenético. La valentía es levantarse cada día de la cama.
El salto a la realidad suele ser abrupto. Un despertador suena y el ciclón de las prisas se desata. Entonces, sueño con un nuevo atardecer viendo los acantilados de la Playa d’ El Gavieiru, en Asturias.
La primera vez que estuve allí la contemplé desde lo alto. No tenía muchas fuerzas para bajar. La segunda, descendí por un sendero hasta llegar a una empalizada de madera. Desde ese punto partían unas escaleras que conducían a la orilla. Medí mis posibilidades y preferí reservarme. La tercera, recorrí con energía todo el camino hasta abajo y descubrí que las olas crepitaban al adentrarse en los guijarros.
Tardé algún tiempo en alcanzar la meta. Sólo hay que tener paciencia. “Poco a poco”, repite siempre la amiga que me llevó hasta allí, ante aquel mar que dibuja la costa en forma de concha. Fue ella la que me descubrió ese sitio y me contó que para todo el mundo era la Playa del Silencio. Por eso, cuando la zozobra trata de derribarme, miro una foto y planeo una próxima visita. Está bien que en el horizonte siempre exista un lugar al que volver.
En ese punto geográfico se respira tranquilidad. La que procura el silencio, cuyo valor es incalculable. El dramaturgo Juan Mayorga lo sabe y así lo ensalzó durante su discurso de ingreso en la RAE en mayo de 2019. “Nos es necesario, desde luego, para un acto fundamental de humanidad: escuchar las palabras de otros. También para decir las propias”, proclamó.
El director artístico de La Abadía comentó, además, que “en el teatro se hace el silencio para que el espectador oiga no sólo las palabras y los silencios que vienen del escenario, sino también las palabras y los silencios de su propia vida y de vidas que podría vivir”. En esos foros, en auditorios, en bibliotecas…. El silencio abunda en sitios especiales. Por eso, enmudecemos ante una obra de arte o nos fundimos en un solo ser al prestar atención al orador.
Es cierto que hay un silencio de tragedia, de soledad, impuesto. Pero yo hablo de pausa y no fin. Me refiero a aquel que uno elige y domina, que es maleable y reconforta. Igual que el que se representa en la imagen de la fotógrafa danesa Inge Schuster, titulada Silence Mood. En ella, aparece una mujer sentada. Su actitud es lánguida. Creo que está pendiente de los pensamientos y latidos de su corazón. Siente que el silencio es la virtud que desespera a los que no callan.