Otra vez con eso de que “esta sociedad” cosifica o sexualiza los cuerpos de las mujeres. Ahora lo dice en una entrevista una actriz, Noémie Merlant, que dirige y protagoniza una película, Las chicas del balcón, que por lo visto (no he ido aun a verla) tiene como punto fuerte que se exhiben pechos con mucho desenfado y generosidad. Incluso, en la misma entrevista, evocan el Ostentatio Mammarum, el gesto con el que, en algunas pinturas y esculturas de la antigüedad, una mujer “mostraba sus pechos en un ademán de autoridad y también de piedad”.
Claro, en la película de Merlant todo sería menos solemne, en plan Vulgata feminista, y se trataría sólo de “la exhibición libre del torso femenino contra los prejuicios, las frases hechas y los rigores de la censura”. Que no está mal. Y nos podríamos quedar aquí. Pero no. Hay que justificarse y victimizarse añadiendo un plus. Sí, salen tetas, se desprende, pero que eso tenga morbo es culpa de la sociedad (heteropatriarcal, imagino). Y la actriz lo resume en un dictamen: “Los pechos desnudos de una mujer no deberían ser más sensuales que los de un hombre”. No “deberían”. Pero anda que no. No hay más que escuchar a la folk wisdom o al clásico sentido común. Pero, si con eso no es suficiente, reforzarían la idea numerosas investigaciones en el campo de la biología, la psicología evolutiva o la antropología evolutiva. Y aseguran lo contrario: nuestros pechos llevan centenares de miles de años atrayéndolos como moscas. No es de ahora.
Tampoco es un misterio para la ciencia. La selección sexual, de la que habló Darwin, es la capacidad de modelar a los machos y a las hembras a través de preferencias y elecciones de un sexo respecto al otro. Los ideales sobre la belleza femenina y masculina son universales: encontramos ratios similares hombros-cintura-caderas en casi todas las culturas y por motivos adaptativos. Geoffrey Miller, psicólogo evolucionista estadounidense, en su estudio sobre el cerebro sexual The Mating Mind, nos dice que nuestros atributos sexuales más visuales (¡incluso el temperamento que caracteriza a cada sexo!) han sido producto de esos cientos de miles de años en los que se favorecieron unos caracteres por encima de otros. Por parte de los hombres y por parte también de las mujeres.
Cuando digo que nos hemos creado unos a otros, hablo incluso de algo parecido a la lipoescultura de la que hablan las optimistas corporaciones dermoestéticas. Ellos dieron más oportunidades de reproducirse a las que lucían los pechos y las nalgas más grandes de entre nuestras abuelas. Por eso somos las únicas hembras de primate con esas sorprendentes y superfluas curvas (no, para amamantar no hacen falta pechos grandes). Generaciones de hombres desearon mujeres voluptuosas y cada vez más tetudas. Pero, ojo, generaciones de mujeres desearon machos con esos otros atributos que nos embelesan. Sí, los cuerpos de ellos no son menos reveladores de los gustos de las delicadas damas de antaño. Por eso los hombres gozan de unos pedazos de penes mucho más largos, gruesos y flexibles que los de los demás primates. Eso sin contar la barba (no en todos los grupos étnicos) y otros rasgos muy poco metrosexuales (¿hay alguien aún hablando de metrosexualidad?). Muchas de las características físicas (y de personalidad) de los varones son valoradas por los investigadores más como resultado del gusto femenino que de la competición entre machos.
Esa Ostentatio Mammarum no necesita pretextos ni victimizaciones. El palabrerío y la queja de la directora sobre que en el espacio público veraniego el hombre pueda andar semidesnudo y la mujer no, son excusas de mal pagador. Si hay tetas habrá más interés y más público. ¡Incluso femenino! Y Merlant lo sabe.