Opinión

Si los juegos son así, el mundo podría ser un lugar mejor

Ángeles Caso
Actualizado: h
FacebookXLinkedInWhatsApp

Soy una fan absoluta de los Juegos Olímpicos. Durante esos quince días de verano, cada cuatro años, suelo convertirme en una mujer pegada a una pantalla, con un montón de alarmas puestas para ir recordándome que a tal hora empieza determinada prueba que no me quiero perder. Este año, al celebrarse en París, tengo además la fortuna de no necesitar trasnochar hasta las tantas o pegarme madrugones inauditos para disfrutar de todo.

Hay diversas razones por las que me gusta tanto este acontecimiento. La primera es, obviamente, porque me ofrece la posibilidad de acceder a deportes que no suelen estar disponibles en un universo mediático en el que casi todo lo copa el fútbol. Así que, durante estos días, sigo con entusiasmo el ciclismo, la natación, el judo, las gimnasias, el breaking —incorporado hace poco—y, por supuesto, el que es para mí el grande de todos los grandes, el atletismo.

Creo que lo que más me gusta de todas esas actividades en concreto es que exigen una inmensa concentración y un control extremo del propio cuerpo, en compañía siempre de la mente, por supuesto. Son actividades que dependen de una misma, de la personalísima capacidad para superar los límites establecidos por los esquemas mentales en los que solemos criarnos y vivir: tú, a solas con tus huesos y tus músculos y tu cerebro, demostrando que, a base de esfuerzo, voluntad y serenidad, puedes llegar a hacer cosas inimaginables. El ejemplo de esos deportistas me parece, en general, un magnífico estímulo para la vida.

Igual que confesaba aquí hace tan solo unos días Yolanda Domínguez, me emociono muchísimo cuando veo a esa maravillosa Simone Biles convirtiéndose en una flecha lanzada al aire, realizando vuelos que las demás solo podemos hacer en nuestros sueños. La admiro, con su serenidad y su sonrisa y su manera de estar por encima de la lógica de los cuerpos. Y, sobre todo, siento un inmenso agradecimiento hacia ella porque fue capaz de reconocer públicamente que la omnipotencia y el triunfo continuo y regalado no existen, que el éxito y las hazañas pueden ir de la mano con la fragilidad y el malestar. Esa humildad y generosidad de Simone Biles no la hemos visto nunca, creo, en ningún gran medallista masculino. Por el momento, y hasta que los hombres rehagan definitivamente su masculinidad —un horizonte que, personalmente, considero posible—, hace falta ser mujer para atreverse a acometer semejante heroicidad, la de reconocerte vulnerable aunque el mundo entero se empeñe en verte como una triunfadora. Y, para colmo, superarlo.

Pero hay todavía algo más que me gusta muchísimo de los Juegos Olímpicos: al contrario que el fútbol —al que ya dediqué aquí un artículo bastante crítico—, estas competiciones nos hacen a todos comportarnos de manera empática y, diría, humana. El público de los Juegos no grita a los rivales de sus favoritos o de su equipo nacional, no insulta, no lanza proclamas racistas, machistas o xenófobas, no agrede a quienes apoyan a otros deportistas diferentes. Ese gentío extraordinario que está acudiendo a las pruebas en París las vive como una auténtica fiesta, igual que lo hacemos quienes nos limitamos a verlo a través de una pantalla. Aplauden a todos y cada uno de los olímpicos, sin establecer diferencias de raza, género, aspecto, religión o nacionalidad. Agitan ante ellos banderas de países que no son el suyo, pero que durante unos instantes parecen representar a la humanidad al completo y no a un pedazo de tierra pequeño y excluyente. Vitorean a los ganadores, pero también apoyan a quienes cometen un error y a quienes quedan los últimos, en ese extraordinario ejercicio de épica de los perdedores de la que las competiciones deportivas, y los Juegos en particular, son el mejor ejemplo: sí, la épica de los perdedores también existe, y a veces es más conmovedora que la de los ganadores.

Da la sensación de que también los deportistas viven ese tiempo en una especie de estado de gracia humana. No sé qué ocurrirá en el interior de los vestuarios. Quizá haya malas palabras y provocaciones, y seguro que en algunos casos será así. Pero, en general, lo que se ve fuera, ante el público y las cámaras, es un ejemplo de convivencia y rivalidad bien entendida, sin malos gestos ni actitudes arrogantes.

Suele afirmarse que los Juegos Olímpicos son la gran fiesta del deporte. Parece un tópico, pero realmente es así. Un momento en la vida para disfrutar y celebrar, pase lo que pase. Y creo que si eso es posible durante quince días cada cuatro años, probablemente, de aplicar a nuestras existencias y nuestra relación con los demás el mismo autocontrol que los deportistas tan admirados aplican a sus actividades, el mundo podría ser un lugar mucho mejor. Si quisiéramos de verdad que lo fuera.

TAGS DE ESTA NOTICIA