Opinión

“Sensibilidad” para defender el legado de Juan Carlos I

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“¡Oh, príncipes! (…) Mientras los pueblos afligidos levantan a vosotros sus brazos, la posteridad os mira desde lejos, observa vuestra conducta, escribe en sus memoriales vuestras acciones y reserva vuestros nombres para la alabanza, el olvido o la execración de los siglos venideros”. Quien así se expresaba era Gaspar Melchor de Jovellanos en su Elogio de Carlos III. Glosando la figura de su “buen rey” apenas desaparecido, el ilustrado asturiano llamaba a sus compatriotas a juzgar su legado recurriendo a la “sensibilidad”, una virtud que nos transmiten nuestras madres y el ser humano alcanza “a fuerza de reflexión y estudio”.

En la polarizada España actual falta esa “sensibilidad”. Resulta necesaria mucha reflexión para sopesar el legado de quien, si sólo se atendiese a la parte decisiva y más difícil de su reinado, merecería figurar junto a su antepasado Carlos III entre los mejores de nuestros Borbones e, incluso, entre los más benefactores de nuestros monarcas.

El 3 de agosto de 2020 se conocía una carta de don Juan Carlos a su hijo el Rey. Le comunicaba en ella a Felipe VI su voluntad de abandonar España por la repercusión pública de “ciertos acontecimientos” de su “vida privada”. Requerido por el canal 24 Horas de nuestra Televisión pública, aguardé casi dos horas una intervención en directo que finalmente no se produjo. Me proponía, en realidad, salirme de la fila: el Emérito, en mi modesta opinión, debía permanecer en el país. Hoy sigo pensando igual porque creo que el peso de su legado supera con creces algunas de sus -sin duda- poco edificantes actuaciones personales.

La misma prensa que silenció sus deslices durante la Transición, porque con razón le estimaba la palanca del cambio democrático, hoy se ceba con los pasados escándalos de alcoba de un anciano. Y no es ajeno al fenómeno que se desprecie la gran aventura de la libertad, el tránsito ordenado de la dictadura a la democracia que patrocinó el llamado “piloto del cambio” y que asombró al mundo. El ataque al Rey Emérito difícilmente oculta una andanada contra la Corona y apunta, en realidad, contra la línea de flotación de nuestro sistema constitucional de convivencia.

Al recoger el Premio Carlomagno en Aquisgrán, el 20 de mayo de 1982, Juan Carlos I confió que su obligación como Rey de España había pasado por “restablecer plenamente la unidad, la libertad y la concordia de todos los españoles”, algo que en el siglo XX sólo podía hacerse de una forma: “democráticamente”.

La Transición se basó en una serie de condiciones estructurales legadas por una dictadura autoritaria como la franquista. Una amplia clase media, el desarrollo económico del pueblo español o la desafección final de amplios sectores católicos habían propiciado un cambio de mentalidad generacional adecuado para esquivar toda tentación guerracivilista. Los españoles deseaban incorporarse al club de las democracias europeas, pero sin una ruptura abrupta con el pasado, del que había que alejarse sin traumas, conservando las conquistas materiales y sin incurrir en la vindicación o el enfrentamiento. Pero las democracias no las alumbran las causas, sino los causantes. Las estructuras las facilitan, pero sólo las personas las protagonizan y llevan a cabo.

Es muy conocido el adagio de que la Transición fue una obra teatral que contó con un empresario, el Rey Juan Carlos; un guionista, Torcuato Fernández-Miranda; y un actor principal, Adolfo Suárez. El que fue designado por las Cortes de la dictadura “sucesor a título de Rey” de Franco en 1969, patrocinó apenas unos años después la salida ordenada del franquismo. La Ley para la Reforma Política (noviembre de 1976) dio luz verde a la celebración de elecciones libres y precedió a la primera Constitución de consenso de nuestra historia. La confeccionaron y aprobaron –nos referimos a la carta magna, claro- todas las fuerzas con representación parlamentaria, sin trágalas ni exclusiones.

La transición democrática fue un modelo de cambio “desde arriba”, protagonizado en su primera fase -y quizá, la decisiva- por la élite gobernante del franquismo. Su modelo escalonado permitió resolver de manera consecutiva los desafíos políticos (desvinculación de la dictadura, legalización de partidos, celebración de elecciones, subordinación de los militares al poder civil, etc.), confirmando finalmente el aserto de Huntington: “Los reemplazos son más violentos que las transformaciones”.

El sociólogo Emilio Lamo de Espinosa ha subrayado su carácter modélico por un triple motivo. En primer lugar, por algo tan simple -y esencial- como haber representado “un éxito”, de tal modo que “muy pocos países han tenido un proceso de cambio social tan intenso, extenso y acelerado, como España, resultando en un altísimo nivel de libertad, seguridad y prosperidad”. La monarquía de Juan Carlos I representaría así “el periodo más brillante de la historia moderna de España”. En segundo lugar, fue modélica por ser “una de las primeras” de llamada “tercera ola”, sólo precedida por el caso de Portugal; y haber antecedido, en consecuencia, a otros cambios “más complejos e inciertos” (los de Iberoamérica, Europa del Este y Asia). Y, por último, resultó ejemplar por “inesperada”, por llevarse a término contra todas las expectativas, en especial contra la atávica imagen de discordia civil y temperamento violento de los españoles. El que por vez primera en mucho tiempo España se presentara como modelo y no como contra-modelo (de país mal gobernado y decadente, de violencia fratricida o de integrismo cultural) mostraba a toda Iberoamérica que no hay incompatibilidad alguna entre hispanidad, catolicismo y democracia.

Extraña paradoja. La dictadura respetó la ley para encaminarse a su autodisolución, mientras que algunos inciertos pasos de hoy aparentemente nos indican que la falta de respeto a la ley (y a la separación de poderes) podría llevarnos a preocupantes formas de autoritarismo.

Los vicios políticos actuales son responsabilidad de los políticos de la hora presente. No proceden del pecado original de una democracia mal fundada. Plantean, además, el dramático escenario de una democracia avanzada sometida quizá a su prueba de estrés más decisiva desde febrero de 1981 y octubre de 2017. De lo que no cabe duda es de que el denuesto de la Transición, y de su espíritu (que es el constitucional), se relaciona con una lamentable desvertebración de la nación española de la que, como ciudadanos de una democracia avanzada, todos somos responsables.

Como artífice principal de aquella gran transformación histórica, el Rey Juan Carlos merecía –y sigue mereciendo- unir su nombre a los de Spaak, De Gasperi, Schuman. Adenauer o Salvador de Madariaga. Aún resuenan sus palabras en Aquisgrán un año después de haber detenido un golpe de Estado: “Puedo decir con satisfacción que, sin rupturas ni discordias, sin exclusiones ni venganzas, [en España] se ha establecido en brevísimo tiempo un orden de libertad, convivencia y diálogo, de autoridad legítima, de afirmación del pluralismo, que permite avanzar en el camino de la justicia”.

La polarización y absurdo cainismo actual, el amarillismo que escarba en sus debilidades responden a la deslegitimación de ese legado. Pero acudamos a la “sensibilidad” que apuntó Jovellanos y a la que aplicó, “a fuerza de reflexión y estudio”, el jurado del Premio Carlomagno. Servirá para reivindicar un legado. Con él no lograrán robarnos nuestra Historia.