Parece mentira que hasta antes de ayer los catastrofistas de siempre (digamos que hablo mayormente de la izquierda, pero no solo) nos abrumaban con la inminente “explosión demográfica”. Estoy hablando de activistas o de intelectuales anclados en los años 70, pero también de políticos. A ellos, como no, se unía el periodismo amante del titular. Todos martilleando con lo de que parásemos de reproducirnos incluso cuando la realidad de los números, documentos, informes e incluso noticias neutras en medios y redes ya señalaban que no nos encaminábamos precisamente a ese mundo superpoblado de las películas, con gente disputándose las últimas garrafas de agua o las últimas latas de atún.
De repente, el panorama es el contrario. La catástrofe ha cambiado de signo: ya no tendremos un final por exceso de población, sino por un dramático déficit. Corran a decírselo a los herederos del Club de Roma, el Grupo Bilderberg, el Foro Económico Mundial, la Comisión Trilateral, las Naciones Unidas o el Informe Kissinger. Interrúmpanlos en sus controversias malthusianas y díganles que no sigan por ahí, que el problema al que nos vamos a enfrentar muy pronto no será que no quepamos todos: será que nos estamos quedando en cuadro. Nos han hecho creer durante décadas que la humanidad era una carga para el planeta, que estábamos condenados a quedarnos sin recursos y que la Tierra era demasiado pequeña para albergar a todos. Y hace tiempo que es mentira.
Aquí, en el sur de Europa, por ejemplo. La fertilidad de España es de solo 1,14 nacimientos por mujer, mientras que la de Italia ronda el 1,21. Pero no seremos especiales mucho tiempo: nos enfrentamos a la caída de la demografía global. En junio del 2022 celebramos en Madrid en el marco de Euromind.global un evento titulado (parafraseando a Arthur. C. Clark) “El fin de la infancia”. Tuvimos investigadores de primera fila que nos hablaron de esta nueva amenaza. Los jóvenes no tienen intención de tener niños antes de cumplir los treinta. En el campo y la ciudad de las sociedades occidentales, uno o dos niños es la norma, si se tienen. Como nos insistieron, esa situación tan complicada de corregir se llama la “Trampa de la baja fertilidad” (“Low Fertility Trap”) y afecta ya a unas dos docenas de Estados alrededor del mundo. Japón, Corea del Sur, España, Italia y buena parte del este de Europa lideran este camino hacia la extinción. Que los políticos y gestores se conciencien y den subvenciones de todo tipo a las familias ayuda. Pero por desgracia parece que no suficientemente. Las parejas ya no consideran tener hijos como algo que deben cumplir para satisfacer una obligación con los suyos, su dios o, por ejemplo, en Cataluña, la nació.
Escribí una vez un artículo comentando la baja natalidad o la ninguna natalidad de buena parte de los políticos independentistas. Por lo menos los Pujol se esforzaron en hacer siete críos. No ha sido así en las recientes generaciones. En todas partes se elige criar a un niño como un acto de realización personal. En el siglo XXI son algo que hay que atesorar en pequeñas cantidades. Y aunque hay gente que aún se plantea que la importación de inmigrantes puede compensar en parte una tasa de natalidad decreciente, los inmigrantes también nos están creando problemas inquietantes. En Cataluña este tema va a afectar las elecciones autonómicas de hoy. Además, esos mismos inmigrantes que le quitan el sueño a Silvia Orriols adoptan rápidamente la tasa de fertilidad del país de acogida. Los recién llegados solo tardan una generación en adaptarse al nuevo patrón familiar.
No, no va a ser fácil. Como he dicho unas líneas más arriba, algunos abogan por políticas gubernamentales que aumenten el número de hijos que tienen las parejas. Pero no está dando los frutos adecuados. Como dijeron los ponentes en nuestro acto, la “Trampa de la baja fertilidad” nos desvela que, una vez que uno o dos hijos se convierten en la norma, eso sigue siendo la norma. Conoceremos un pico de 9.000 millones de personas en la segunda parte de nuestro siglo y luego descenderemos en algo parecido a una “caída libre”. Lo que nos inquieta a muchos es que la dificultosa corrección de esta pavorosa inercia solo vaya a ser posible con la adopción de marcos mentales que afecten la vida personal de forma general y profunda. Es decir, con religión o ideología. Es inquietante para una laica política y religiosa como yo. Sin duda, el colapso poblacional es el mayor reto del siglo XXI y las mujeres tendremos mucho que decir.