Opinión

¿Se puede estar enfermo de empatía?

Teresa Giménez Barbat
Actualizado: h
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De que los sentimientos de empatía y de moralidad tienen dos caras, ya nos habían advertido distintos autores e investigadores. Robert Greene o Pablo Malo, por ejemplo. Pero ahora, en plena oleada woke, esos sentimientos y emociones convergen en la necesidad social de situarse en el lado bendecido de lo políticamente correcto. Y no soy la primera en sentir que, muchas veces, lo llevamos tan lejos como para hacernos daño a nosotros mismos y a nuestras sociedades. Cuando las personas sienten tanta empatía por los demás que ignoran los hechos para no ofender, abren sus fronteras irreflexivamente o se niegan a perseguir a los criminales por miedo a parecer racistas caen en lo que se conoce como “empatía suicida”. Así la califica, por ejemplo,  Konstantin Kisin, podcaster, cómico, autor y comentarista político ruso-británico que escribe en revistas tan en la vanguardia de la “batalla cultural” como Quillette, The Spectator, The Daily Telegraph o Standpoint.

¿“Empatía suicida”? No puedo eludir ese término cuando leo en el mismo día tantas noticias que me llenan de desasosiego. Por ejemplo, que un desafortunado holandés de 21 años, Jimmy Schepers, fue apuñalado hasta la muerte cuando quiso defender a su hermana en un festival en Ámsterdam. También dos amigos que estaban con él fueron agredidos, aunque no de forma letal. La sorpresa viene cuando me entero de que los atacantes, una banda de africanos, han sido recientemente sentenciados a las absurdas penas de a 6 meses, 18 meses y 14 años de prisión por un crimen tan espantoso y, encima, contra un nativo del país que les estaba acogiendo. ¿Cómo pudieron recibir sentencias tan leves? Pues porque el juez argumentó que eran “zwakbegaafd”, que es una forma políticamente correcta en Holanda de decir que los asesinos tenían un coeficiente intelectual demasiado bajo para pedirles responsabilidades. ¿No es increíble? Pues esperen.

También leo que el tory galés Darren Miller fue enérgicamente silenciado cuando trataba de exponer datos sobre las bandas de violadores que actúan en Gales, y de la necesidad de una investigación nacional exhaustiva. El alboroto vino por el origen étnico de los criminales, cuestión que resultaba tremendamente incómoda en un  Parlamento galés que, a la vista del suceso, no dudamos en plantearnos si no está  “podrido” de esa empatía.

Pero también leo una tercera noticia. El nivel de gravedad no es el mismo pero su capacidad de dejarnos con la boca abierta no es menor. La compañía de Transports Metropolitans de Barcelona multará con 300€ a unos ciudadanos que se han organizado para evitar robos en el metro y que alertan a los pasajeros de la presencia de ladrones.

¿Cómo hemos llegado a esto? Según los antropólogos evolutivos, para una especie social como la nuestra, fomentar la cohesión grupal nos protegía de las severas condiciones de vida ancestrales. Estar en sintonía con el sufrimiento de los demás era la clave. Pero quizá  ahora conspira para desestabilizar sociedades enteras.  La “empatía suicida” y la fuerza del victimismo pueden habernos servido bien en nuestro pasado ancestral, pero ahora nos hacen más daño que bien. Según Kisin,  “la tribu hoy se ha vuelto demasiado grande, sus rostros demasiado numerosos y las amenazas de nuestra jungla moderna demasiado abstractas”.

Unos, como en el caso del juez de Ámsterdam, ven racismo donde sólo habría justicia. Otros, como el feminismo radical, denuncian que vivimos en una “cultura de la violación” mientras esos diputados galeses callan ante la cultura de la violación literal que tienen ante sus narices. Pero la prioridad debería ser reconocer y validar la experiencia de la víctima, no excusar al perpetrador. Por eso hay que tener cuidado con ofrecer empatía prematura a los abusadores, pues así les permitimos que continúen con su comportamiento dañino. Llevamos demasiado tiempo tolerando que los agresores reciban más empatía que las víctimas. Esto no puede seguir así.

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