Me colman de ternura los columnistas, no sé si tan abundantes como la descendencia de Abraham, pero casi, que tienen por costumbre dar por amortizado a Pedro Sánchez desde que, cuando menos, es presidente del Gobierno –prescindo de su odisea previa para convertirse en el caudillo indiscutible de Ferraz–, o sea, desde hace ya más de seis años. Teclean, infatigables, un atisbo de necrológica que nunca llega, recurriendo a perchas pomposas y típicas, en plan Crónica de una muerte anunciada, La insoportable levedad del ser, etcétera, y estampan, previo pago o no, porque la cosa del parné está muy mala en el mundo nuestro, una fantasía húmeda que la realidad, rucio tozudo, se encarga de desmentir de mil maneras una y otra –y otra y otra…– vez.
Amortajan algunos, patéticos y entrañables, con un monóculo intelectual al presidente de un país en el que los intelectuales y el mundo de la cultura pintan menos que Hipatia de Alejandría en Supervivientes. No hace muchas noches, por ejemplo, coincidí en un sarao con, entre otros, un grande del género, el abecero José F. Peláez, floretista virtuoso del cómo y francotirador preciso del que, y con un par de aspirantes a ruanitos –por César González Ruano– tan de derechas como el tipo que describió a Hitler como “un ángel con gabardina y bigote”, aunque con una prosa y un bolsillo pelín, perdón por el eufemismo, más precarios. Agotada la exhibición de vanidad propia de nuestra especie, sacamos el tema de la política, que si Sánchez esto, que si Sánchez lo otro, y salta el Ruanito Alfa, soberbio y desdeñoso: “Es un imbécil, no tiene un pase”, y le secunda el Ruanito Beta, previo paso a mendigar una colaboración: “Yo diría más: no tiene un pase, es aún más imbécil”. Hernández y Fernández no solo habitan en los cómics de Tintín.
Son legión quienes, sobre todo, por sectarismo, no le reconocen a Sánchez una inteligencia, un instinto, una astucia y un arrojo inéditos en el resto de los líderes –es un decir, puesto que liderar, lideran poco– partidistas patrios. Si a esos monomios le añadimos una falta de escrúpulos absoluta, un sudapollismo progresista, sostenible y exento de remordimientos, una voladura asumida y presumida de conceptos como “verdad”, “honor”, “honradez” o “compromiso”, nos encontramos con un príncipe forjado como por Maquiavelo, con un killer sin –al menos, mientras escribo– rival que, visto lo visto, salvo intervención sobrenatural, seguirá jubilando a sus adversarios y durmiendo a pierna suelta en el Palacio de la Moncloa, retorciendo leyes, acomodando a sus afines en las instituciones, presionando a jueces y a medios críticos y sorteando con verónicas, chicuelinas y largas cambiadas a esa cohorte contumaz de compañeros empeñada, desde junio de 2018, en infravarolarlo, ridiculizarlo y estampar su rúbrica en un epitafio político hoy gaseoso y que tardará lo suyo en ser redactado y publicado. Es más, no descarto que algunos cobren del Gobierno, directa o indirectamente: todo césar que se precie no solo debe tener a sueldo a una cuadrilla de pelotas –el marido de Begoña Gómez los tiene, y a espuertas–, sino a una crítica controlada y predecible. Si supieras, Catalina, los caminos cómo están…