Opinión

Sánchez no se va, Sánchez tiene un plan

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, interviene durante una sesión plenaria, en el Congreso de los Diputados, a 9 de octubre de 2024, en Madrid
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A Pedro Sánchez le queda un quinario por delante, pero pensar que no está listo, preparado o concienciado para lo que venga, es equivocarse. Ahora, con la foto fija del minuto y resultado, podemos comprobar que él sabía desde hace mucho tiempo lo que iba a ocurrir, que tenía claro que este tsunami de escándalos iba a romper contra las escolleras de su muro. Sí, no era ninguna casualidad que el presidente del gobierno nos hablase de una tapia entre compatriotas, el sectarismo y la polarización eran su primera medida para redoblar la defensa de su sillón ante un clamor que iba a erosionar. Tampoco lo de aquellos cinco días de asueto respondía, como algunos sostuvimos desde el principio, a una cuestión improvisadora, era más una especie de conjura entre él y su esposa, unas horas de calma que antecedían a la tormenta, un necesario sketch victimista con el que usar su posición de poder para llevar la iniciativa de la partida que iba a comenzar.

Sería positivo que muchos se cayesen ya del guindo y se dieran cuenta de que hay una estrategia en marcha, que un tipo que lleva 6 años haciendo equilibrio sobre los límites constitucionales y morales de un país no deja ni un ápice de espacio al azar. Que se prepara hasta los mohínes de abatimiento. Muchos podrían pensar que este Manual de Resistencia actualizado, al que llamó Tierra Firme, ni eso es casual, empezó después de la imputación de Begoña y su inédito parón, cuando anunció aquella ocurrencia de la regeneración democrática y su nueva empresa de luchar con todas sus fuerzas contra los tabloides digitales, tratando de socavar, al menos para sus devotos feligreses, el crédito de los medios de comunicación que iban a destapar las incontrolables vergüenzas de su ejecutivo. Pero qué va, si lo miramos con perspectiva, y eso es lo grave, el conocimiento de Sánchez de que todo iba a saltar por los aires viene de lejos. Y para demostrarlo, solo hay que observar las pisadas del pasado.

El presidente del gobierno, lejos de amilanarse ante una tromba de corrupción que haría caer a cualquier otra administración en bloque, lo que hizo es cambiar el tablero y preparar sus fichas, poniendo trampas por el camino a sus enemigos y ocupándose de que la distribución de sus peones, colocados estratégicamente, ralentizase y entorpeciese todo lo posible la partida. Para ello, en primera instancia, dejó que Ábalos, que ya había sido purgado, concurriera sorpresivamente en las listas del 23 de julio, regalándole un aforamiento que le ha sido muy útil a ambos durante estos meses. Del mismo modo, encumbró como tercera autoridad del Estado a Francina Armengol, esa señora que le pasó el teléfono de su Consejera de Sanidad a Koldo, a la que el machaca de Ábalos, al que hace unos meses en las comisiones decía conocer de vista, le daba el tratamiento de ‘cariño’ en sus intercambios telefónicos.

Pero, ojo, porque una vez colocadas las figuras más vulnerables, tocaba insertar a las más útiles. El líder del PSOE era tan conocedor de que la legislatura iba a ser un constante vericueto judicial, que decidió nombrar ministro de Justicia a uno de sus más fieles soldados, alguien que no tuviera el más mínimo reparo en tirarse de cabeza en cada charco en el que le pidiera que chapotease; Félix Bolaños. Junto a él, para hacer un tándem indigno y cimentar el escudo humano sobre él y Begoña, colocó a Álvaro García Ortiz como Fiscal General del Estado. Otro que no ha mostrado ninguna reticencia en sacrificarse y mostrarse servicial y dispuesto para tomar parte en las refriegas políticas. Tanto es así, que esta implicación le ha granjeado el honor de ser el primer Fiscal General del Estado de nuestra democracia que acaba imputado. Ah, y que, por supuesto, decide enrocarse y no dimitir. Sí, esa es la regla de oro de la escuadra sanchista: negarlo todo, señalar con el dedo al de enfrente y nunca, nunca jamás, dimitir. Eso se acabó con Máxim Huertas.

Ese es el leit motiv de esta legislatura, que la ha planteado como una continua tangana, y para la cual, también decidió nombrar a Óscar Puente como ministro de transportes. ¿Quién mejor para ejercer de pararrayos y perro de presa? ¿Quién más preparado para salir de espontáneo al terreno de juego y pinchar el balón cuando las cosas se achuchan? ¿Quién más obediente que alguien que es capaz de abrir una crisis diplomática con Argentina sin despeinarse? ¿Quién más indicado para comerse el marrón de entrar en el ministerio por el que se paseaban Aldama y Jessica con pase Vip? Y, por si este Dream Team del barro fuera poco, por si a esta Rosita Mecánica le faltase algo de garra, decidió, sin miramientos y rompiendo otra vieja costumbre de nuestro sistema, mandar a José Luis Escrivá al Banco de España con vuelo directo para sentar a Óscar López, uno de sus lugartenientes, en el Consejo de Ministros. Mención de honor también a las dotes de contorsionismo y desvergüenza de todas las ministras, desde Isabel Rodríguez hasta Pilar Alegría, pasando, hombre por favor, por la imperturbable María Jesús Montero. Sánchez no ha creado un Gobierno, Sánchez ha diseñado una cámara acorazada, un catenaccio, una máquina defensiva perfectamente engrasada a la que le ha borrado cualquier recuerdo de decencia o espíritu crítico.

Es un equipo perfectamente entrenado y coordinado para desenvolverse en cualquier circunstancia, para cambiar de opinión con la soltura de los cambios de ritmo de Mbappé, para atizar al juez Peinado sin ningún miedo, para celebrar informes de la UCO, para sembrar dudas sobre ellos después, para asediar a Ábalos y tratar de poner el cortafuegos en él, para darle la vuelta a cualquier cosa y culpar al PP, para defender a Begoña.

A ver, no nos engañemos, Sánchez lo tiene crudo, muy crudo. Por recapitular. Tiene a todo el Peugeot con el que inició su reconquista con el agua al cuello. Al que fue su mano derecha, su hombre de confianza, quien le trabajó las primarias, quien subió a defender la moción de censura contra la corrupción del PP, esa que le aupó, al borde de la imputación, con frío en los pies, sintiéndose solo, y sin nada que perder tras todo lo que hemos ido conociendo. Tiene igual a la mano derecha de su mano derecha, Koldo, aka ‘el militante ejemplar’, en palabras de Sánchez. Tiene al núcleo de la trama, el hombre que recogió las maletas de Delcy, que negoció el rescate de Air Europa y que se reunió con Begoña en varias ocasiones, durmiendo en Soto del Real. Aldama, ‘el Gominas’, era uno de los cabos sueltos que no controlaba. Tiene a la presidenta del Congreso metidita hasta el fondo en el sumario. Tiene a su hermano investigado a puntito de caramelo y a su mujer al borde del mismo precipicio, siendo el perejil de varias salsas, y ninguna pinta bien. Tiene dos querellas fallidas contra Peinado. Tiene el 30% de los teléfonos aún sin volcar y, sobre todo, tiene un mote que hemos conocido por los 70 restantes: El 1. Eso en el plano corrupción. Porque si nos ponemos a analizar lo que tiene en el plano político, la cosa está más o menos igual.

Ahí tiene un gobierno que es el colmo de la inestabilidad, sustentado por los caprichos de los nacionalistas. Tiene una amnistía paralizada. Tiene a un prófugo, al que dejó pasearse este verano y dar un mitin por Barcelona, chantajeándole con siete votos. Tiene a Junqueras en la cuerda floja, necesitado de un nuevo indulto. Tiene un cupo catalán en marcha que no se entiende en ningún rincón de España más allá de en Cataluña. Tiene unos presupuestos por sacar. Y por eso tiene también una ley para soltar presos etarras con la que contentar a los herederos políticos de los terroristas, y que tampoco se entiende en ningún rincón de nuestro país. Tiene nula capacidad de gestionar y de promulgar leyes. Tiene al PNV empezando a enseñar la patita. Tiene a Podemos con ganas de marcha, afilando los dientes para comerse los restos del algodón de azúcar que es Sumar. Tiene un caos ferroviario. Tiene un problema migratorio. Tiene a los mayores, los que vivieron el plomo, cabreados con las cesiones a los etarras y a los catalanes, y tiene a los jóvenes, los pijiquinqueros, saliendo a las calles y empezando a coquetear con la idea de que igual esta izquierda no es tan cool, moderna y progresista si no pueden ni siquiera permitirse el lujo de alquilar un piso e independizarse. Tiene a las agrupaciones socialistas empezando a lanzar un SOS. Tiene a Page, Lobato, Gallardo y Barbón soltando amarras. Tiene Andalucía hecho unos zorros. Lo único que más o menos le salva, por ahora, es que la economía no se cae y que Salvador Illa, también salpicado por el caso Koldo, está sentado en la Generalitat. Su única ventaja es la planificación y ser el único con capacidad de pulsar el botón para ir a elecciones.

Pero le da igual, para él todo eso ya estaba descontado en su hoja de ruta. Esto, creo que a estas alturas hasta el más fanático lo sabrá, no va de gobernar, si no de que no gobiernen los otros. Esto no va de otra cosa que de resistir, que de tapar un escándalo con el siguiente, que de que la acumulación de desvergüenzas convierta la indignación en hastío, en cansancio. Esto va de tener el control de la partida, de atrincherarse. Por eso anuncia el Congreso del Psoe que se celebrará en noviembre en Sevilla. Esa es la siguiente meta volante de su plan. Allí nos hablará del cambio, tras seis años gobernando. De su lucha contra la corrupción a la vez que se cuelga una medalla moral por haber aislado sin contemplaciones a Ábalos, obviando que lo dejó repetir en las listas. De su firme compromiso de luchar contra el monstruo de la ultraderecha. De su ánimo renovado para continuar con esta empresa. Y sí, queridos lectores, allí, entre impostadas ovaciones, mientras ruedan cabezas por el parqué, la de Cerdán incluida, anunciará una súper renovación en su gobierno, en el que solo quedarán Marlaska (pregúntense por qué) y 11 más, y otra en sus candidatos autonómicos, con “la que conseguirán ser competitivos y cerrarle el paso a la gran amenaza de nuestros días: la ultraderecha”.

El domingo pasado, mientras paseaba, se me acercaron varios televidentes de La Sexta. Entre ellos, me sorprendieron los comentarios de dos. Uno el de un socialista que me confesaba que, aunque seguía votando al PSOE, estaba empezando a no aguantar a Sánchez. Ponía especial énfasis en que no le gustaba ni lo de la corrupción ni lo de la suelta de etarras. Y el otro, claramente votante de derechas, se me acercó con cara de ilusión y, susurrando, me dijo: «Tengo una pregunta para usted: ¿Cuánto le queda al granuja este?» Yo, sin dudarlo, le dije que no se hiciese ilusiones, que aún le queda cuerda, porque él, a diferencia de la oposición, tiene un plan, sabe hacia dónde va.

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