Casi la mitad de los jóvenes menores de 25 años no verían con malos ojos vivir en un país poco democrático si eso les asegura una vida mejor. Es tan impactante como indicativo de que la democracia está perdiendo su brillo para una generación que, en teoría, debería ser su mayor defensora. Pero no es tan difícil entender el porqué.
Primero, hay una desilusión creciente con los sistemas democráticos actuales. Muchos jóvenes ven cómo los partidos tradicionales y las instituciones parecen incapaces de resolver problemas básicos: garantizar el derecho a la vivienda, a un empleo digno y estable, o enfrentar la crisis climática. Hay una generación que ha crecido viendo cómo la gente a su alrededor lucha por sobrevivir mientras los políticos parecen más interesados en debates encarnizados sin atisbos de consenso que en soluciones reales. Es fácil caer en el escepticismo y pensar que quizás un modelo menos democrático pero más “eficaz” pueda funcionar mejor.
La generación Z ha vivido más crisis que estabilidad. Han crecido con la sombra de la recesión de 2008, seguido por una pandemia mundial que trastocó todos los aspectos de la vida, los efectos de la guerra en Ucrania y, más recientemente, la tragedia de la DANA.
Esta ultima catástrofe, con un presidente autonómico que esta ausente en el momento de la emergencia, que causa mas de 200 muertos y tras ello muestra una incapacidad de reacción rápida, dejando a la población sin asistencia básica durante cuatro días, y nada de ello deriva en una dimisión fulminante, envía un mensaje peligrosísimo. No se puede confiar en las instituciones. Solo el pueblo salva al pueblo.
En este contexto, no sorprende que muchos busquen certezas, incluso si eso significa aceptar un sistema autoritario que prometa orden y seguridad, aunque a costa de libertades individuales.
El papel de las redes sociales también es enorme aquí. Estas plataformas amplifican mensajes que apelan a nuestras emociones más básicas, como el miedo o la ira. Los movimientos extremistas saben cómo utilizar estas herramientas para captar la atención de los jóvenes, ofreciendo respuestas simplistas a problemas complejos. Y si algo caracteriza a la juventud es la pasión, que puede ser canalizada tanto hacia causas nobles como hacia discursos divisivos.
Entre las mujeres menores de 25 años el apoyo a la ultra derecha avanza, pero en menor medida. El apoyo a opciones autoritarias se sitúa en el 31% en lugar del 44% que impera entre los varones jóvenes. ¿Por qué hay más hombres dispuestos a sacrificar la democracia por una supuesta mejor calidad de vida? No le salen gratis a las fuerzas ultraconservadoras las propuestas de derogación de la ley del aborto y la eutanasia, la supresión de los servicios de protección a la mujer contra la violencia de genero o los discursos identitarios a fuerza de conculcar los derechos de los mas vulnerables.
Las mujeres tienden a preferir enfoques más inclusivos y cooperativos frente a las ideas de fuerza, control y nacionalismo, que conecta más con los hombres.
Pero lo que más preocupa es cómo parece que la democracia no ha sabido explicarse a sí misma. Para muchos jóvenes, a quienes la dictadura y los recortes de las libertades solo les suenan a examen de historia, democracia es una palabra como otra cualquiera, algo abstracto que no sienten que les beneficie directamente. Y ahí está el problema. Si no valoramos lo que tenemos, si no entendemos que los derechos y libertades no son un “extra” sino la base de nuestra calidad de vida, nos arriesgamos a perderlos.
Renovar el sistema
El reto está en renovar el sistema, hacerlo más participativo, más justo y sobre todo, más efectivo. No podemos culpar a los jóvenes por desilusionarse si lo único que ven son promesas incumplidas y polarización acérrima. La democracia debe demostrar que puede responder a las necesidades reales de la gente, especialmente de quienes serán su futuro. Sin eso, no es extraño que busquen otras alternativas, por peligrosas que sean.