Pasarán los tiempos con sus costumbres y sus modas, pero lo que siempre permanecerá será la naturaleza.
No hace falta ser muy avispado para advertir que lo que hoy en día es una mujer en nada se parece a lo que eran las personas de este sexo entre los primeros pobladores de la tierra, en la Edad Media o en la Moderna o, aun, ya más cerca de nuestro tiempo, en el siglo pasado. Al igual que poco o nada tiene que ver una mujer, en los albores del primer cuarto de este siglo, en nuestra Europa occidental, con otra que habite en un país de oriente y, no se diga ya, con una que haya nacido en un Estado árabe, especialmente si lo es de corte teocrático.
Y es que, en definitiva, el peso de la tradición, la fuerza de la costumbre y la inercia de la cultura es lo que hace que a los hombres en un determinado tiempo o en una determinada sociedad se les confiera un rol, un papel o una posición concreta, por oposición al que les corresponde a sus contemporáneas del otro sexo. Como si del reparto de los naipes de una baraja se tratase. Un reparto, por cierto, que tiene poco de aleatorio y mucho de tramposo.
Además, esta distribución de funciones es algo tan secularmente implantado y tan firmemente arraigado en el ser humano que los valores, las ideas y las creencias en que se sustenta el reparto nos parecen verdades absolutas e inquebrantables; verdades más a prueba de bomba que las certezas en que se basa el “Teorema de Pitágoras”.
Así, ¿alguien cree que un poblador del pleistoceno habría estado dispuesto a transigir con la idea de que los hombres no eran los más y mejor dotados para salir a cazar y proveer de víveres a la tribu? Y que, correlativamente ¿las habitantes de las cavernas no eran las que tenían que estar al pie de sus vástagos para sacarlos adelante? ¿Alguien cree que un contemporáneo en la corte del Emperador Carlos V habría siquiera considerado la posibilidad de que una mujer podía poseer el talento y el instinto necesarios como para formar parte de su séquito de intrigantes validos? O, en fin ¿alguien de entre nuestros abuelos y abuelas se habría atrevido a cuestionar, en el no tan lejano siglo pasado que, tareas de una sofisticación tal como barrer, fregar, planchar o cocinar, casaban mejor con la capacidad de las féminas que con la de los varones?…
Y es que la cultura y la tradición que se perpetúan desde nuestros ancestros por medio de nuestros mayores, aquello que mamamos desde nuestra más tierna infancia y que, cual lluvia fina, nos va calando a lo largo de nuestro desarrollo a través de los distintos factores de educación y socialización (como la familia, el colegio, los amigos o los medios de comunicación), es algo que acaba implantado en nuestra conciencia en forma de chip, de un modo tan abigarrado que termina por enquistarse y por adquirir una sustantividad tal que nos parece, erróneamente, que forma parte de nuestra condición, de nuestra genuina esencia como seres humanos. En definitiva, de nuestra naturaleza.
Pero eso no es naturaleza, eso es género, y el género es mentira.
Ni una mujer está mas capacitada que un hombre para limpiarle el culito a un bebé, ni un hombre posee mejores cualidades que su compañera para manejar un taladro y colgar los cuadros del piso que comparten. Como tampoco la forma de empalmar dos cables para que llegue la luz a una bombilla es algo que la naturaleza haya reservado para el ingenio masculino; al igual que tampoco lo ha hecho para el femenino la manera de zurcir calcetines…
Un hombre puede ser un espléndido empleado de guardería, al igual que una mujer puede ser una “crack” poniendo ladrillos. De la misma manera que hay fontaneros desastrosos y cocineras cuyos guisos servirían mejor que para ser degustados, para cementar el edificio en que trabaja nuestra brillante albañila…
Y es que, como se decía, el género es una impostura. El género se asienta en una construcción artificiosa, en un reparto de papeles tendencioso y carente de rigor científico, que supone que toda distinción entre hombres y mujeres que pretenda fundarse en él, conduzca a resultados tan perversos como injustos.
Ahora bien, sí que hay algo que diferencia a mujeres y hombres, que no es género y que verdaderamente dimana de la misma naturaleza. Y ese algo no es otra cosa que la distinción cromosómica entre los que pertenecemos a cada sexo, así como el reparto de papeles, este sí, natural, que hace que las mujeres se embaracen y den a luz y que los hombres, ante estos dos hechos naturales, no tengamos por menos que ser espectadores de excepción de lo que es el milagro de la vida.
La ciencia avanza que es una barbaridad…y no seré yo quien se cierre a la posibilidad de que, tal vez, en un tiempo no tan lejano, estemos en disposición de “fabricar” bebés en serie y que los podamos hacer a uno u otro ritmo o, de uno u otro “gusto”, en función de las necesidades de la sociedad, cual se producen chupachús en una fábrica de caramelos que aumenta la producción a medida que se aproxima el 6 de Enero y que no tiene por menos que disminuirla ante las más agresivas campañas escolares de salud bucodental.
Pero, por mucho que a unos pocos o unas pocas les pueda pesar, eso no es más que un horizonte que ahora pertenece al terreno de las ideas, pero no a la realidad. Una realidad del aquí y el ahora que nos lleva a convenir en que la capacidad de alumbrar vida es un atributo privativo y exclusivo de la mujer.
Ara es una niña preciosa, movida y pizpireta como la que más, pero con unas inquietudes y unos razonamientos impropios de su edad. Ara es una niña que desde que se levanta, remoloneando por la mañana, hasta que le vence el sueño de anochecida, no para de dar rienda suelta a su imaginación, embarcándose, con sus juguetes, en fantasías que bien podrían ser el guion de una película de éxito. Ara tiene una mirada que rebosa curiosidad por los cuatro costados. Ara es la persona más inteligente del mundo…bueno, al menos, eso es lo que a mí me parece. Ara es mi hija…
Con esos mimbres y con esos atributos, se entenderá que no seré yo quien siembre el camino de minas para impedir que Ara y todas las “Aras” del mundo, puedan llegar “al infinito y más allá”. Para que puedan hacer realidad todos sus sueños, para que puedan luchar por todas sus inquietudes, para que, en fin, puedan alcanzar todas las metas y aspiraciones que se propongan y, de este modo, sean felices y se sientan realizadas.
Pero si hay algo en contra de lo que no se puede ir, es de la naturaleza. Una naturaleza que no sé si es sabia o simplemente caprichosa, pero que sencillamente ha querido que sea Ara y todas las “Aras” del mundo sean las que den continuidad a este maravilloso proyecto que se llama humanidad.
Las mujeres del pleistoceno, las de la Edad Media y o las de la Moderna, se embarazaron y parieron; como también lo hacen las de la Europa Occidental, las de los países orientales o las de los Estados árabes. Y gracias a que antes lo hicieron y ahora lo siguen haciendo, hubo, hay y habrá vida después de nuestras vidas. Habrá hombres, pero también habrá mujeres, después de los hombres y las mujeres con los que hoy nos cruzamos al ir a comprar el pan.
No es, por tanto, la estrategia del salmón de ir contra corriente, de ir contra las fuerzas de la naturaleza, la que más conviene a la sociedad. Una sociedad, por cierto, sobre todo en occidente, cada vez más envejecida y con unos cada vez más pobres índices de natalidad. No es, por tanto, el momento, como no lo será nunca, de cuestionarse la maternidad.
Ahora bien, no se trata de postergar o de relegar a la mujer en sociedad, a permanecer, cual si de gallinas ponedoras de tratase, más horas en un paritorio que en una oficina o en un consejo de administración, para preservar la subsistencia de la civilización. Pero sí, de preservar esa subsistencia a través de la única fórmula con que, se insiste, en el hoy y en el ahora, se cuenta.
Se trata, en suma, no tanto de cuestionar esa cualidad indefectiblemente unida a la condición de mujer, que es la de traer criaturas al mundo, como de estar vigilantes para que, eso que la naturaleza ha querido que sea así, no acabe convirtiéndose en una rémora insalvable. Y que, antes al contrario, Ara y todas las “Aras” del mundo tengan el camino expedito para levantar un trofeo deportivo después de largos años de entrenamiento, estén en condiciones de pilotar un avión comercial, opten a dirigir una empresa del Ibex 35 o acaben siendo rectoras de una universidad; y para que puedan hacerlo en igualdad de condiciones a como lo hacemos los hombres, es decir, al mismo ritmo y sin cargas adicionales. Como también se trata de que Ara y todas las “Aras” del mundo puedan dedicarse, por simple ocio, a jugar al pádel por las tardes, a tomar vinos con sus amistades o a apuntarse a clases de electricidad, sin tener el más mínimo sentimiento de culpa o de abandono hacia sus hijos e hijas menores.
Cárguese la mano en que los Estados, en general y, el español, en particular, inviertan más en medidas de conciliación. Que se establezcan mejores y mayores ayudas para la mujer trabajadora y que sus permisos sean más amplios y retribuidos.
Cárguese la mano en que la educación desde chiquitos sea más igualitaria, arrumbe los estereotipos sexistas y abunde en la idea de que hombres y mujeres estamos dotados por igual para todo, incluidas la atención a nuestros menores y a las personas dependientes, sembrando una verdadera cultura de corresponsabilidad.
Cárguese la mano en poner en su sitio a los que, sin argüir más razón que la del miedo a que se les levante el “corralito”, perciben el avance de la mujer como una amenaza.
Pero si queremos que nuestro compromiso con la vida no claudique, y que en el tercer milenio siga habiendo “Aras”, como también “Rafas” o “Pedros”, que no nos toquen la maternidad. Que no nos la toquen, por favor.