De la erudición literaria de Mario Vargas Llosa dan prueba innumerables artículos que quizás ahora, con su obra ya definitivamente cerrada por la muerte, gocen de una renovada mirada crítica; el Nobel leyó con minuciosa atención al Inca Garcilaso, y dedicó a Madame Bovary algunos de los más encendidos elogios que nadie haya podido prodigar a esa novela, pero de todas las aproximaciones literarias que le conocí quisiera recordar la que llevó a cabo con Las mil y una noches, y que en 2008 le llevó a recorrer varias ciudades como intérprete, al otro lado de esa frontera cómoda desde la que el autor contempla a sus personajes.
Vargas Llosa, dirigido por Joan Ollé, encarnaba a un sultán Sahrigar algo más corpulento de lo que a su coquetería le hubiera gustado. Aitana Sánchez Gijón, con quien ya había jugado a convertirse en Odiseo y Pénélope, giraba a su alrededor, una Sherezade sensual e inasible, en una escenografía mínima que se alzaba contra la mole del Palacio Real de Madrid. Allí, y en la conversación posterior, entendí la fascinación de Vargas Llosa por la capacidad de lo narrado para detener el tiempo y por ello, parcialmente, a la muerte, de cómo buscaba que lo real se alzara no ante los ojos sino en algún lugar compartido por el lenguaje. Vargas Llosa confiaba en las historias como otros lo hacen en la música, con la diferencia de que el sentido de las mismas envuelve y emociona a los hablantes solo si entienden su sonido.
En aquella ocasión le dije que lo primero que había leído de él era, precisamente, una obra de teatro, Kathie y el hipopótamo, que compartía con su adaptación de Las mil y una noches más características de las que a primera vista podría pensarse: una pareja se contaba historias y se descubría mutuamente a través de las mentiras que se deslizaban entre los recuerdos y las verdades. Los diversos planos de la narración atrapaban a los personajes del cuento que desgranaba el autor y de los cuentos que ellos mismos narraban, mientras se metamorfoseban para convertirse en no se sabe qué.
Al fin y al cabo, la construcción de la realidad literaria frente a la contemplación de la vida y el paso del tiempo han sido dos de sus grandes temas. Y el juego entre la fantasía y lo constatado funcionan como eje de varias de sus obras. Una vez que una obsesión atrapa a un escritor no le deja marchar sin arrancarle jirones de textos e ideas. Y quien ha recorrido esa senda conoce, reconoce las pistas con las que ese autor le marca el camino.
Llegó poco después el Nobel; y, en homenaje, nos pidieron a varios autores que participáramos en un libro de título quijotesco, Vargas Llosa. De cuyo Nobel quiero acordarme. Me encargaron entonces que hablara de sus mujeres, las reales y las imaginarias. Aún no sabíamos que, casi hasta el final de sus días, ese punto perseguiría a Vargas Llosa; era un tema hermoso, en el que se mezclaban el amor pero también su persecución de lo inasible, el fervor por la lectura y la capacidad para crear personajes inolvidables que le sobrevivieran, como ahora sabemos que ocurrirá.
La última vez que vi a Vargas Llosa fue también sobre un escenario: en Málaga con la Cátedra que lleva su nombre, recién pasado el tiempo de oscuridad de la pandemia, un puñado de autores hablamos, nuevamente, de qué implicaba que nos uniera a todos el lenguaje, y como habíamos sobrevivido, a fuerza de contar historias, a la noche inacabable del confinamiento. Vargas Llosa fue un Sahrigar que venía a escucharnos y a invitarnos a que lucháramos con la literatura como arma contra la banalidad, la ignorancia y la indiferencia. En aquella ocasión entendí, de nuevo, que se equivocaba quien creía entender a Vargas Llosa solo con la lectura de sus novelas: había algo de rito solemne en sus gestos, una ceremonia lenta en sus frases de ánimo y empuje. El sultán, ahora, descansa engullido por la noche. Y sus historias han quedado en silencio, detenidas hasta que con el alba alguien las lea y las devuelva a la vida.