Anunció Sabina, aproximándose San Fermín, que se cortaría la coleta de los grandes escenarios con una gira definitiva que se llama Hola y Adiós, que arrancará en México y, previsiblemente, concluirá en el WiZink Center, su habitual coso madrileño. El bardo arguye por Instagram, humilde y feliz, con su voz de velocirraptor amable, que convoca al personal a bailar un último vals por lo bien que lo pasó y por lo mucho que se emocionó en su tournée anterior, Contra todo pronóstico, en la que, quizás, recibió el abrazo más cálido de su inmensa feligresía. No exagero. Tuve la fortuna de asistir a uno de los conciertos que celebró en Buenos Aires el año pasado –¡qué maravillosos recuerdos, querido Reynaldo Sietecase!– y comprobé cómo, tras interpretar “Tan joven y tan viejo” y proclamar que, “de momento, nada de adiós, muchachos”, el público porteño le agasajó con un aplauso que duró lo que una canción estándar: tres minutos. Me consta que en el Foro sucedió algo similar. Ni las admiradoras de Taylor Swift llegan a tanto.
Hablan en la nota de prensa promocional de una “esencia trasnochada” en Sabina, y el adjetivo no me puede chirriar más: echen un vistazo al DRAE, lean todas las acepciones del vocablo, y luego me cuentan. Por su vasto cancionero palpitan, flamantes y lúcidas, las cuatro pasiones universales que hermanan a la Humanidad en la gloria y en el lodo, al menos, desde que Gilgamesh le diera calabazas a la diosa Inanna: la angustia (lupē), el miedo (fobos), la lujuria (epithumia) y el deleite (hēdonē). Maridando rigor literario, eclecticismo musical –que si rumba, que si rock&roll, que si folk, que si ranchera, que si salsa…– y no desprendiéndose de ese cordón umbilical que, ya digo, le conecta con el pueblo, que no con el populacho. Su obra no requiere de liftings. Himnos como “Aves de paso”, “Por el bulevar de los sueños rotos”, “Y sin embargo” o “19 días y 500 noches” se meten en el cuerpo –y en el alma– de uno como un chute de epinefrina, sonando ardientes, efervescentes, actualísimas y masivas.
Echo la tarde viendo en Movistar Plus el último concierto de Sabina en el WiZink. Apenas se mueve de un taburete, cuidando con celo un físico como de vidrio. Irradia, a la vez, un magnetismo atómico, crepuscular –nunca trasnochado, joder–, irresistible. Hay grietas en su gorjeo, pero también una fuerza inexplicable y contagiosa. El corazón se encoge progresivamente al ritmo de “Yo me bajo en Atocha”, de “Mentiras piadosas” o de la hermosísima “A la orilla de la chimenea”, donde, durante unos efímeros fotogramas, parece que a Mara Barros, su corista, se le escapa una lágrima. “Y si quieres, también”, canta el de Úbeda, “puedo ser tu trapecio y tu red (…) / o tal vez ese viento / que te arranca del aburrimiento / y te deja abrazada a una duda / en mitad de la calle y desnuda”. Calado por un tsunami de belleza, me quito un sombrero que no llevo puesto, aguardo al acecho la publicación de las fechas de Madrid –asumo que en la capital del Reino no se limitará a celebrar un único show– y me propongo ponerle una vela a la patrona de su pueblo y de mi apellido, la Virgen de Guadalupe, por si, de una maldita vez, deja de ser mi ballena blanca y me concede una entrevista. Con fotos de mi compadre Jeosm, por supuesto. A ver si cuela.