El juicio a Rubiales, expresidente de la Real Federación Española de Fútbol (RFEF), marca el fin de una era. El caso, que comenzó con el beso no consentido a Jennifer Hermoso durante la final del Mundial Femenino de Fútbol de 2023, ha sacado a la luz las dinámicas de poder que han permitido que figuras con autoridad en el fútbol actuasen sin temor a las consecuencias. Pero el gesto del expresidente de la RFEF, aun en el contexto de una celebración espontánea, no fue un simple desliz, sino una clara agresión sexual.
En la segunda sesión del juicio a Rubiales, ayer, el psicólogo de la selección durante el mundial, Javier López Vallejo, declaró: “Me enteré del beso una hora y pico más tarde. Estaba en un despacho del cuerpo técnico y se comenta que el presidente habló en una entrevista de radio del beso […]. Para todos fue anecdótico”.
Creo que dice la verdad, que cuando lo vieron, les pareció anecdótico. Porque besar a una mujer sin su consentimiento ha sido históricamente una práctica normalizada a la que no había que atribuirle importancia alguna. Así nos habían educado a las mujeres hasta el #MeToo. En la Federación de Fútbol estarían demasiado ocupados viendo partidos para que les llegara el debate que duró años alrededor de la ley del sí es sí. Yo también recuerdo qué hice cuando vi el beso en directo. Fui directa a Twitter (todavía se llamaba así) a escribir: “Esto debería tener consecuencias”. Dos mundos en uno.
Es evidente que lo que ocurrió no puede ser minimizado como un error o un malentendido, porque la falta de consentimiento y la posición de poder de Rubiales convierten ese beso en una agresión. El consentimiento no se da por defecto, y más aún en una situación en la que la mujer se encuentra subordinada a la figura de un hombre en una posición de autoridad.
Por otro lado, las presuntas coacciones que Hermoso sufrió tras el incidente, presionada para modificar su versión de los hechos y minimizar lo sucedido, reflejan una estrategia comúnmente utilizada para silenciar a las víctimas. A lo largo de la historia, las instituciones se han aliado con los poderosos para proteger sus intereses, mientras que las víctimas se ven obligadas a callar por miedo a las repercusiones o por la falta de apoyo. Y este caso es un claro ejemplo de cómo las estructuras patriarcales no solo toleran el abuso, sino que lo perpetúan, al no garantizar la protección real a las mujeres que se atreven a denunciar. La presión social sobre Jennifer Hermoso, que sufrió una campaña de desprestigio tras la denuncia, es otra prueba añadida de una cultura profundamente enraizada que pretende seguir favoreciendo a los agresores y deslegitimando a las víctimas.
El fútbol, como espejo de nuestra sociedad, ha sido históricamente un terreno fértil para el machismo, el abuso y la impunidad. La reacción de Rubiales, que intentó mantenerse en el cargo durante semanas e incluso retó a la opinión pública, nos muestra hasta qué punto las figuras de poder pueden sentirse por encima de la ley. Las presiones externas fueron clave para que Rubiales fuera apartado, pero ¿es suficiente? La respuesta es no. El caso Rubiales revela una vez más que las instituciones son lentas, reticentes y, muchas veces, incapaces de tomar medidas efectivas hasta que el escándalo se vuelve insostenible.
Este juicio marca el fin de una era. Es un innegable paso en la lucha por una sociedad verdaderamente igualitaria, porque lanza un aviso a navegantes. Pero no nos engañemos, el verdadero cambio solo será posible cuando la justicia no dependa de la visibilidad mediática, sino de un sistema que garantice la equidad y proteja a las mujeres de todas las formas de abuso. No se trata solo de Rubiales. Se trata de una cultura que ya no puede ser tolerada ni silenciada.