Opinión

Releyendo a Edith Wharton

'La edad de la inocencia', versión cinematográfica, de Martin Scorsese
Ángeles Caso
Actualizado: h
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Una de mis actividades favoritas es releer. La relectura es algo mucho más profundo que la lectura. Cuando te acercas por primera vez a un libro y este empieza a gustarte —sea novela o ensayo, no importa—, sueles sentir cierta ansiedad por recorrerlo hasta el final, siguiendo rápidamente esa cuerda de seguridad que la autora o el autor lanzan a sus lectores para que vayan transitando por su historia y su pensamiento, conduciéndolos hasta su término.

La primera lectura de un buen libro es un proceso enormemente emocional, a veces incluso conmovedor. Algo que te cambia la mente en solo unas horas: has llegado a la cumbre, y ahí arriba sopla el viento y todo es magnífico y tu mirada parece haberse renovado. La relectura añade a esas emociones una parte hermosamente intelectual. Ya conoces la historia y las ideas, recuerdas cómo actúan los personajes o hacia dónde te llevarán las reflexiones de la escritora. Esos conocimientos previos te liberan de la ansiedad de llegar a la cumbre y te permiten disfrutar del trayecto, fijarte en cada detalle, contemplar el paisaje de fondo, incluso soltar la mano de la cuerda de seguridad y arriesgarte a perderte por el camino, encontrando tal vez, de paso, nuevas vías de acceso.

La edad de la inocencia

Este mes de agosto estoy dedicando tiempo a releer a una de mis novelistas favoritas, Edith Wharton. En España, a Wharton apenas la conocimos hasta 1993, cuando se estrenó la película La edad de la inocencia, de Martin Scorsese, basada en su novela del mismo título. Para entonces, llevaba muerta unos sesenta años, pero de pronto todas queríamos leer a una autora capaz de observar tan de cerca a la alta sociedad neoyorquina de finales del siglo XIX y describirnos sus supuestos principios morales mientras iba incrustando lentamente un berbiquí en las apariencias, dejando al descubierto, bajo la capa de lujo, delicadeza y respetabilidad, la carne de sus protagonistas, herida por la hipocresía.

Edith Wharton era ella misma miembro de esa élite neoyorquina. Nació en 1862 en una familia rica e ilustre, y hubiera podido llevar la vida convencional —y tal vez hipócrita— de cualquier señora pija de su círculo si dentro de ella, misteriosamente, no hubiera latido la insana necesidad de escribir. Doblemente insana, por ser mujer y por sus condiciones sociales. Vigilada muy de cerca por su madre —que llegó a prohibirle que leyera novelas—, a la joven Wharton solo se le dio la oportunidad de convertirse en lo que se esperaba de ella, una señora elegante, que entendiese de decoración y de jardines, contrajese matrimonio con un hombre rico y, como mucho, presumiese de una pátina de cultura.

El Pulitzer en 1921

Wharton fingió ser una de esas damas durante mucho tiempo y trató de cumplir con aquellas expectativas. Pero la escritora nacida en su infancia y que vivía ruidosa en su interior no dejó nunca de picotearle las entrañas y de hacerle mirar el mundo de una manera muy diferente a como lo hacían la mayor parte de sus conocidos. Al fin, a punto de cumplir los cuarenta años, la creadora pudo más que las normas sociales, y Edith Wharton se lanzó al pantano de las publicaciones, las críticas y las pedradas que suelen caer sobre cualquier mujer que tenga semejante atrevimiento, entonces —hace más de cien años— y aún todavía en buena medida ahora.

Ese pantano literario ella lo vadeó con inseguridades, con éxito notable y con el íntimo dolor de quien sabe el precio que eso le ha costado, las sospechas, los rumores, las envidias o el desprecio abierto. Obtuvo el Premio Pulitzer en 1921, precisamente por La edad de la inocencia, y tuvo que soportar que una y otra vez se dijese que se lo habían otorgado por su condición social y no por su inmensa valía literaria. Estoy segura de que, de haber sido un hombre, nadie le habría puesto en cuestión, sino que se habría considerado que ambas cosas se complementaban perfectamente.

Edith Wharton llegó a ser una voz literaria única, dueña de un talento extraordinario para narrar aquello que apenas es visible para la inmensa mayoría de las personas, como suelen hacer los grandes escritores. Si tuviese que quedarme con alguna de sus obras, no sería con ninguna de las que dedicó a su propia clase social, sino que elegiría justamente dos novelas breves, Ethan Frome y Las hermanas Bunner, en las que aquella mujer riquísima contempló a gentes infinitamente más desfavorecidas que ella, empatizando de manera absoluta con sus circunstancias. Son dos obras maestras de la literatura, aún no tan reconocidas como se merecen probablemente porque su autora fue una mujer: el canon androcéntrico está tallado en piedra. Léanlas o reléanlas, háganse a sí mismas ese regalo este agosto.