A lo largo del siglo XX, los estudios de antropología humana pudieron permitirse el lujo de observar de cerca la vida de los grupos de cazadores-recolectores que aún pervivían en muchos lugares del mundo. Inuit y yupik de las regiones árticas, indígenas amazónicos, etnias diversas de África y el Sudeste asiático o aborígenes australianos fueron objeto de minuciosos análisis por parte de mujeres y hombres occidentales que a menudo pasaron mucho tiempo en compañía de esos seres humanos de modos de vida tan distintos de los nuestros.
Buena parte de esos colectivos ya no existen. Algunos han sido directamente exterminados por intereses económicos del mundo que llamamos civilizado, o bien obligados a desarraigarse de sus culturas y convertirse en mano de obra barata en lucrativos negocios. Pero, aunque nos parezca mentira, todavía hay decenas de miles de personas en este planeta que viven de cazar, pescar y recolectar frutos, semillas, tubérculos y raíces.
El estudio de esas poblaciones nos ha enseñado muchas cosas: en contra de lo que a priori solemos pensar, esa forma de vida es culturalmente rica, y también tiende a ser igualitaria, sostenible y mayoritariamente pacífica. Algo del mito del buen salvaje que concibió Rousseau resulta ser verdad. Quizá el gran error de la humanidad haya sido el de ponerse a cultivar y domesticar animales, asentándose en un lugar fijo. De una manera general, se puede decir que con la agricultura y la ganadería nacieron la propiedad privada, la desigualdad, el poder despótico, el trabajo de sol a sol, la esclavitud, las guerras, las epidemias y también el patriarcado.
La literatura científica y divulgativa sobre este asunto es amplia y apasionante. En muchos de esos estudios se explica que uno de los rasgos que esos pueblos suelen compartir es el sentido del humor con el que tratan a los fanfarrones. En un gesto cultural de extraordinario éxito, mantienen a raya al chulito del grupo burlándose de él. Da igual que seas capaz de matar cien canguros en un día en las tierras de Australia o de cazar tú solo —o sola— una ballena en el Ártico: como te pongas a pavonearte demasiado, se reirán de ti, harán chistes a tu costa y te dedicarán canciones en las que ridiculizarán tus bravuconadas. Y si persistes en esa manera de ser tan asocial, puede que te castiguen desterrándote o incluso matándote, así que es mejor no tentar a la suerte. Al final, el humor resulta ser una prodigiosa manera de evitar que haya reyezuelos, señoras o tiranos. Les siegan la hierba bajo los pies a mandíbula batiente antes de que empiecen a creerse más que los demás y se pongan a esparcir abusos y sufrimiento por aquí y por allá.
En estos días de geopolítica tan sombría, pienso en lo bien que nos vendría ser capaces de hacer lo mismo. Echarnos unas cuantas carcajadas a costa de los Trump, Musk, Milei, Netanyahu, Putin y todos los demás de esa pandilla de matones de clase, y desactivarlos. Que no nos den miedo, sino risa. Qué maravilla, ¿no les parece? La cosa es que, por desgracia, es demasiado tarde. Podemos cachondearnos en privado del Perpetuo Cabreado Enrojecido, del Post-hombre, del Macarra Desaforado, del Que Va de Listo, o del Emperador Desnudo. Podemos reírnos en el bar de sus machiruladas, sus egos desmesurados, sus retóricas ridículas y hasta del posible tamaño (pequeño) de sus órganos sexuales, que tal vez —es un decir— traten de compensar con sus comportamientos de Amos-del-Mundo.
Pero lo cierto es que son de verdad los Amos-del-Mundo, así que claro que dan mucho miedo. Los avalan siglos de historia protagonizados por chulos de la misma especie, que han hecho de buena parte del planeta, en muchos momentos y para muchísimas personas, un verdadero infierno. Se han abierto camino ladrando y mordiendo, como una manada de perros salvajes, y ahora, de pronto, son muchos, muy ricos, muy poderosos, muy bien armados y además muy bien organizados y conscientes de lo que están haciendo.
La única esperanza que queda es que, como suele ocurrir —y como acabamos de ver en el caso de Milei y sus criptomonedas—, su soberbia los lleve pronto a empezar a dispararse en sus propios pies y a pelearse los unos con los otros. Demasiada arrogancia como para que no cometan errores graves. Demasiados machos alfa juntos como para que se lleven bien.
Confío en que ese momento llegue enseguida y que para entonces, cuando se derrumben ante nuestros ojos, no nos hayan arrastrado al abismo con ellos, como ya ha ocurrido tantas veces en el pasado. Entretanto, resistamos con toda la seriedad del mundo y, por aliviarnos un poco, echémonos unas risas en la intimidad a su costa, igual que habrían hecho nuestros antepasados.