Opinión

Regreso a septiembre

Cristina López Barrios
Actualizado: h
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No sé por qué esta mañana de sol y buganvillas en un jardín del sur, de ruidos de motos, ladridos de perros y hombres que traen el pan a casa, me viene a la cabeza que el mes de septiembre tiene algo de Ítaca. Esa isla convertida en símbolo primero por Homero y siglos más tarde por el poema de Kavafis, sobre todo por sus últimos versos que ya he citado por aquí en alguna otra ocasión.

Septiembre significa el regreso, deseado o no —aunque algunos transgresores con suerte veranean en septiembre—. El regreso a tantas cosas que dejamos atrás por sueños veraniegos, por aventuras o delirios de descanso. Es el regreso a casa. Al colegio, al trabajo. Es el regreso al orden, dicen, a la rutina, cuya palabra a veces asusta y otras reconforta. Pero no podemos comenzar sin más, quizá ni siquiera debamos. Toda vuelta que se precie, toda vuelta simbólica, me refiero, exige su ritual, aunque sea mínimo —un ramo de flores frescas sobre la mesa— porque somos seres de ritos, así entendemos física y espiritualmente el paso de una etapa a otra en nuestra vida. Y es que el regreso tiene también mucho de comienzo. El comienzo de nuevos proyectos, retos e ilusiones que quizá se hayan fraguado bajo las cremas solares al son de las olas del mar.

Es ese comienzo que también significa Ítaca, porque todo final de camino significa el principio de otro, donde nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, como diría el poeta, Neruda. No podemos, ni queremos serlo. Ítaca, sin embargo, existe. A ella llegué este verano a finales de julio, sin planearlo. A pesar de que mi amiga cuyo nombre empieza también por esa P de Penélope, que tras leer con dieciocho años El cuarteto de Alejandría decidió que viviría en una isla griega y décadas después, tras vivir en otros puertos, arribó a su sueño; ella, que ha visitado tantas de las islas griegas, me dijo que aún no está lista para viajar a Ítaca.

Mi amiga aún espera frente al Egeo sus alas de mariposa y yo me siento irresponsable por precipitarme. Pero Ítaca, la real, forma parte de un geoparque junto con la vecina Cefalonia, designado por la Unesco. Tiene en sus costas piedras blancas como huevos prehistóricos —casi macondianos—acantilados que parecen cortados a cuchillo, donde la montaña se convierte en una milhoja de capas ondulantes, ocres, rojizas y de nuevo blancas. Y una playa de color aguamarina, sin arena, solo con esas piedras de las que parece que va a nacer Helena de un momento a otro. Me refiero a Helena de Troya por la que comenzó todo, la marcha de Ulises —quien no tenía la más mínima gana de abandonar su casa—, su regreso. Incluso nuestro septiembre, arquetípico. Helena nació de un huevo. Su madre fue víctima de uno de los ardides de Zeus, su padre, que a su vez seguía los dictados de su consejero, Momo, quien le dijo: para librarnos de un buen número de mortales mejor que enviarlos rayos o truenos, engendra a la mujer más bella del mundo, y casa a una diosa con un mortal —la nereida Tetis con Peleo, padres de Aquiles—. Los hombres solos se encargarán de destruirse. Pero esa es otra historia para otro día. Hoy empezamos por el final, de las vacaciones, del mes de agosto, toca la vuelta a casa y un nuevo principio.