El otro día, volviendo de cenar con mis amigos un viernes por la noche, me crucé con un conocido de mis padres. Yo, veintiséis años y con un pie en la cama, y él, cuarenta y tantos, camino a una noche de fiesta. El contraste por los roles invertidos me descolocó: yo, en modo abuela, y él, con casi el doble de edad, viviendo lo que, por guion generacional, debería estar haciendo yo. ¿Qué hacía yo con la manta a cuestas y él con el vaso en mano? El encuentro me dejó pensando, no tanto por cuestionar qué hacía ese señor de fiesta (viva la segunda juventud), sino por lo que dice de cómo hemos cambiado las generaciones, y cómo hemos decidido vivir las distintas etapas de nuestra vida.
Antes, las fases estaban muy marcadas: estudiar, empezar a trabajar, conseguir estabilidad financiera, encontrar pareja, formar una familia y, casi sin darte cuenta, asentarte. No voy a decir que fuese un esquema peor, pero creo que era más fácil que la gente acabase saltándose etapas; y a lo mejor es precisamente por eso que, ahora, los mayores vuelven a la fiesta, un par de décadas más tarde, con tantas ganas de quemar la noche.
Hoy, sin embargo, esos hitos que marcaban una vida “ordenada” o “exitosa” parecen haberse difuminado. La gente ya no sigue un guion, porque ese guion, francamente, se ha quedado obsoleto. Nuestra generación ha entendido algo importante: tenemos tiempo. No hay prisa. Y esa diferencia es clave. Si antes había presión por “cumplir los hitos” a una edad concreta, ahora parece que nos lo tomamos con más calma. ¿Tener que montar una familia antes de los treinta? ¿Encontrar el trabajo de nuestros sueños a los dos años de graduarnos? ¿Elegir una empresa para desarrollar toda nuestra carrera dentro de ella? Si cuadra con nuestras aspiraciones, genial, pero no sentimos la misma presión que tenían nuestros padres. Hemos comprendido que los veinte son el momento de cometer errores, de aprovechar cada oportunidad y cambiar de opinión mil veces, incluso si eso significa arriesgar todo lo que hemos construido hasta el momento. Y, a lo mejor por eso, de vez en cuando los de veintitantos nos permitimos el lujo de parar, hacer una maratón de Netflix un viernes, o incluso retirarnos de la vida nocturna unas semanas. No hay un cronometro midiendo el tiempo que nos queda para “hacer el tonto”.
Tampoco quiero pecar de ingenua, porque es verdad que el “abuelismo” prematuro no es solo producto de saber que tenemos todo el tiempo del mundo. Mi generación ha abrazado el mantra del work hard, play hard hasta el extremo, y eso quema. La exigencia de destacar en el trabajo, emprender proyectos y aprovechar cada experiencia, mientras mantenemos una vida social activa muchas veces se hace insostenible. La cultura de la productividad, mezclada con la obsesión por no perdernos nada, nos lleva a un desgaste mental y físico que no sabemos manejar. Tal vez por eso nos encontramos a personas a mitad de camino entre los veinte y los treinta que han dejado de beber radicalmente (y solo toman kombucha), que se han leído todos los libros publicados de autoayuda para encontrar su paz interior o que se han obsesionado con hobbies como el macramé o la pintura por números. Estoy exagerando, lo sé, pero el mensaje subyacente está ahí.
Sé que mi generación es muchas veces objeto de crítica, pero creo que de esta historia sacamos algo que tal vez los mayores puedan aprender de nosotros: lo que realmente nos define no es ni la abuela prematura ni el fiestero tardío, sino la libertad de elegir. Elegir cuándo descansar, cuándo salir y, sobre todo, cómo vivir nuestras vidas sin un calendario que nos diga qué toca hacer a cada edad. Porque, al final, lo importante no es si estás en una discoteca a los 20 o a los 40, sino que encontrar tu propio ritmo, incluso si ese ritmo incluye plan de peli-manta un viernes por la noche, y disfrutar de lo distinto que te ofrece la vida en diferentes momentos. Pero oye, si este viernes me veis en una discoteca con un gintonic en la mano y gritando que ponen mi canción, que nadie diga que no sé aprender de mis mayores.