El canto monocorde de las chicharras al final de la mañana. El mediodía ardiente que silba entre las rocas. Una montaña con sabor mediterráneo, los pinos, el campo agostado, hierbajos amarillos entre la arena de la playa, el cielo azul, la mirada en descenso hacia el mar donde se dibuja parte de la silueta dentada de la isla de Patmos: las calas sinuosas con veleros fondeados, el Egeo color zafiro del que ya les he hablado, dos cruceros en la bahía natural que parecen de juguete desde la distancia. Yo en la cama, enferma de Covid, en el delirio de los recuerdos de mis semanas en Grecia. En lo alto de la montaña: la Chora, la ciudad antigua, donde se alza la imponente construcción de piedra del monasterio construido en honor a San Juan, en el siglo XI. Una corona grisácea que ciñe las casas blancas, cuyo conjunto es patrimonio de la UNESCO desde 1999. El Evangelista o el Teólogo, como también le llamaban, fue desterrado a la isla por el emperador Domiciano. Más adelante regresaría al continente para fallecer en Éfeso. No pudo contemplar la belleza de los frescos ortodoxos en las paredes descascarillas de la iglesia de su monasterio o de la sala del refectorio: rojos, ocres, dorados; crucifixiones, últimas cenas. El cráneo de un santo cuyo nombre no recuerdo, en un relicario joya, pero que parece un instrumento medieval de tortura. Yo con un dolor de cabeza como si un hacha me la partiera en dos, cuando el Covid me parecía ya lejano. La cueva, en mitad de la montaña, donde San Juan tuvo las visiones proféticas del Libro del Apocalipsis. El Apocalipsis, las siete trompetas del monje de la novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa. Mis recuerdos se amontonan y se mezclan.
Yo en la entrada de la cueva, junto a mi marido y una amiga y cientos de turistas que hacen cola en la montaña de las chicharras para visitar la atracción más importante de la isla. Son los grupos de los cruceros, con sus guías al frente. Guías armadas con un aparatito que se asemeja a un discman de los ochenta, pero que no es más que la batería de un micrófono. Hay que esperar bajo el sol. Las botellas de agua, los abanicos. La cueva de la revelación es pequeña, estrecha y no cabe toda la curiosidad o la fe que allí se condensa. La fila poco a poco se adentra en un frescor extraño. El sacerdote de larga sotana negra que mira indolente. La abertura en la pared donde San Juan se agarraba para levantarse, el lugar donde apoyaba la cabeza para dormir, el púlpito de piedra de la revelación, la roca que se partió en tres, como la Santísima Trinidad, por la voz de Dios, y así, monocorde, semejante al canto de las chicharras, la guía lo explica una y otra vez a la hemorragia de turistas que fluye por la puerta. Mi amiga trata de meter la mano en la abertura para sentir el tacto de San Juan, pero este es muy codiciado, una mujer anticipa su tentáculo para consumirlo ella primero. Al salir, el cielo arde como mi frente.
Santorini se ahoga de turistas -yo leyendo las noticias entre las sábanas-. Se espera una horda de más de 17.000 en la isla. Las puestas de sol en la localidad de Oia son manifestaciones. Hay colas para fotografiar las pequeñas iglesias blancas y azules diseminadas entre el paisaje. Los residentes se confinan en sus hogares durante horas para evitar las aglomeraciones en las callejas laberínticas. La vivencia de un lugar en soledad parece hoy el más preciado lujo.
Decía Walt Whitman en su poema: “Soy grande, contengo multitudes”. Pero ahora las multitudes están afuera, incluso en la cima del Everest. Recuerdo aquella foto donde los escaladores hacían cola para coronarlo. Y yo no sé qué hacer conmigo.