A veces, cuando uno menos se lo espera, un recuerdo irrumpe y sacude el alma. Eso es lo que me pasó hace unos días al contemplar la exposición de Isabel Quintanilla en el Museo Thyssen. Gracias a ella, di un salto en el tiempo y regresé a una infancia en la que mi madre servía la cena en platos Duralex.
En las obras de esta pintora realista sobresale lo cotidiano. En sus cuadros aparece un rincón iluminado por un flexo; un salón, un dormitorio o un baño solitarios, pero repletos de detalles; los ventanales de su estudio de día, de noche o lloviendo, y ese famoso vaso que figura lleno de agua, vacío o con flores… Su universo fue, en algún momento, mi universo. En cierto sentido, el universo de todos.
Descubrí a Maribel -así es como la llamaban sus amigos- hace años al indagar sobre la vida de Antonio López. Justo, en la muestra, hay un vídeo en el que salen los dos juntos comiéndose un helado. Formaban parte de un grupo de estudiantes de la escuela superior de Bellas Artes de San Fernando. Ella se casó con Paco, un escultor, también de la pandilla, que, a pesar de su talento, en estas imágenes permanece en un discreto segundo plano. Le cede el protagonismo que no tuvo en España, el reconocimiento que merece.
La verdad es que la cinta impresiona porque bucea en la mujer que había detrás de la artista. La cámara nos otorga instantes de su intimidad. La captura charlando con sus amigos, fumándose un cigarrillo o la sigue entre habitaciones hasta que termina por enseñarnos su lienzo favorito. Tan simple. Como si fuera la vecina de al lado, a la que podemos saludar cada mañana.
Puede que esa naturalidad fuera clave para detectar la belleza de lo más cercano. Con sus pinceladas, representó la serenidad y familiaridad de espacios sin personajes en los que cada uno puede imaginarse a los suyos.
Eso ocurre con el cuadro de una gigantesca máquina de coser Alfa que, sin querer, comparo de inmediato con la Singer que tengo en una estantería. Da igual que sean modelos distintos porque en mi cabeza es inevitable que ambas se confundan. Ya sólo soy capaz de ver a mi abuela en su casa, barriendo los hilos esparcidos por las losetas ajedrezadas de su salón tras el arreglo de una falda.
Pienso en ello mientras en el Thyssen cuentan que el clan de los realistas adoraba El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio por su destreza en las descripciones. Y, al escuchar y ver todo esto, termino dándole vueltas a que no hay nada menos realista que un recuerdo.
Y es que si en la vida siempre hay dos puntos de vista, con los recuerdos pasa un poco lo mismo. En función de a quien se le pregunte, un mismo suceso puede rememorarse de manera muy distinta. Además, se van distorsionando con el tiempo. Ya lo dijo Rosa Montero en un coloquio: “La memoria es una construcción imaginaria, dado que con el paso de los años se modifican los recuerdos”.
A eso se suma lo que comentó en una ocasión Manuel Vilas durante una entrevista: “Los seres humanos creemos recordar con precisión y objetividad, pero es mentira. Recordamos los hechos, pero cómo nos sentimos ese día, en ese momento, se lo fabrica cada uno en un horno donde la fantasía y la imaginación son el combustible”.
Así es, los recuerdos son subjetivos. Uno puede evocar emociones del pasado porque, de pronto, pasa por un lugar, le llega un perfume, reconoce un sabor o vislumbra un objeto. Hay infinitas posibilidades de volver atrás y eso no es un problema cuando lo que se revive es agradable o entrañable. Otra cosa es cuando duele. Aunque existe una técnica infalible para evitar aquello que nos hace sufrir: transformarlo con nuevas experiencias que nos hagan sonreír.
Se trata de recopilar recuerdos bonitos y sepultar los desdichados. Aunque, lo reconozco, hay algunos malos que no se borran. Lo cierto es que son únicos e imprescindibles para comprender quienes somos. Forman parte de nuestra esencia. Yo tengo un tanque lleno y los necesito. Mi mayor miedo es olvidarlos.