Recuerdo aquel viaje en el año 2019, los nervios antes de emprenderlo, la incertidumbre ante lo que me iba a encontrar, ante lo que iba a vivir; recuerdo masticar la palabra aventura, el deseo de conocer, de experimentar, de escribir después sobre ello; un aeropuerto frío, un febrero gris, una fila ante el mostrador de inmigración, un plan de un viaje que no era, que nunca sería; la garganta con una cadena al responder a las preguntas del inspector, su silencio, sus ojos en los míos, el tiempo detenido en mi pasaporte, el sello que estampa, su movimiento de cabeza, adelante.
Recuerdo la maleta en mi mano, sentirla como el peso de la angustia, la piedra de la duda; el coche que vino a buscarme, atravesar la noche, el paisaje árido en las sombras, el sabor metálico en la boca, las estrellas, un control que nos detiene; recuerdo sentirme dentro de una película, mi vida en un metraje oscuro, el soldado que interroga al chófer, su mirada en la mía a través del espejo retrovisor, sus palabras, su rostro de pregunta, ¿quién es esta mujer? ¿qué la trae a Palestina? La adrenalina animal al enseñar de nuevo el pasaporte, el instante en el que se transforma la vida y de nuevo: adelante.
Recuerdo las calles empedradas, la casa donde el coche se detiene, la madrugada con una helada limpia, su despedida, su marcha. Recuerdo la joven que me recibe mientras el resto duerme, española, su voz es hogar, su simpatía el bálsamo de la noche. La habitación a la que me conduce en el piso de arriba, la estufa que enciende, la cama con sábanas de diferentes colores donde no hace mucho ha dormido alguien, el armario desvencijado, la luz hostil ¿qué hago yo aquí?
Recuerdo el insomnio, un jersey sobre otro y luego la mañana, el sol que calienta el desayuno junto a un grupo de jóvenes voluntarios, el bote gigante de yogur, de leche en polvo, sus nombres, los rostros sonrientes, el cártel que reza: Alone we can do so little, together can do so much. Recuerdo cada uno de los lugares a los que fui con ellos y cómo admiré su fuerza, su entereza, su entusiasmo. El hospital psiquiátrico, un edificio bello, decadente, la mujer que me dibuja un corazón atravesado por flores en una mesa que parece carcelaria, la mujer que mejora cada día, que suaviza el gesto cuando mira y escribe happy con rotulador azul. La congregación de las monjas argentinas del Verbo Encarnado, la calidez, los niños con discapacidad, la parálisis de mis manos, el desconcierto, los muros blancos, el olor cálido de la comida, la desolación, la alegría. Los voluntarios de mi casa que llaman a los niños por su nombre, los toman de la mano, empujan las sillas de ruedas, les hablan, juegan.
Recuerdo el barrio de casas blancas, el laberinto humilde entre gatos y motos, el anciano que nos recibe en su hogar, en un hogar de mantas, estufas y té, el anciano que le cuenta su historia al joven voluntario palestino que nos acompaña, la historia de su familia, del abandono obligado de su casa, cuya llave antigua sostiene en una de sus manos. Después la escribirá y una editorial española recogerá la memoria del anciano, las palabras que pasan de una generación a otra.
Recuerdo un viaje a Hebrón, el muro de Bethelhem, los graffitis: make hummus, not walls, el hotel de Banksy, las horas que transcurrieron como ganado, entre los hombres y mujeres, hasta pasar la frontera. Hebrón, dividida, tanques, soldados, espinos, más fronteras, esponjas gigantes en el zoco, un zoco cuyas calles son de una religión y las casas que se asoman a ellas, de otra; la tumba de Abraham y Sara, el mausoleo de los patriarcas, los soldados, su pregunta: ¿religión?
Recuerdo mi encuentro con una escritora palestina, su mundo, el mío, la escritura. Después en la universidad de Birzeit, conversamos sobre por qué los humanos contamos historias. Las historias que nos unen, que nos separan.
Recuerdo tantas cosas de pronto, después de los años, después de no escribir sobre ellas. Alguien me dijo allí: la primera semana quieren escribir un libro, al mes, un cuento, a los dos, un artículo, al año, nada.
Y pienso en el poema de Louise Glück que leí un artículo de Leila Guerrero: “En una época, solo la certeza me daba alegría. Imagínense… la certeza, una cosa muerta”. El desconsuelo, el desamparo que aún siento.