El misterio es un componente esencial en la configuración del Homo sapiens. Las 5W nacieron en una cueva paleolítica, cuando una mesnada de cazadores trogloditas arribó a su caverna portando un mamut despiezado y, quienes esperaban el condumio, preguntaron qué, quién, dónde, cuándo y por qué se mató al bicho. A diferencia del zorro, de la abubilla o del dragón de Komodo, el ser humano se descubrió mortal y, entonces, dudó, pensó y fabuló. Halló respuestas fermentando filosofías y religiones, y se congregó, dividió y ejecutó en torno a un credo, hasta que Nietzsche, patinando, decretó la muerte de Dios. Llegó el siglo XX y, arrinconado el de arriba, el personal siguió liquidándose, claro, pero en función de si el prójimo era burgués u obrero, judío o ario, rojo o azul, etcétera. “¿Dónde está Dios? ¿Dónde está?”, preguntaba un personaje del escritor judío y Nobel de la Paz Elie Wiesel que presenciaba un ahorcamiento en Auschwitz.
La posmodernidad y toda la morralla intelectual posterior no han tapado, ni taparán jamás, ese agujero recóndito del alma que se alimenta de una curiosidad arcana y de un anhelo insaciable de eternidad. Cierto es que el esplendor cultural, social y político del cristianismo, sin el que no se entenderían Europa ni nuestro país, es agua pasada. Cierto es que, por ejemplo, desde 2007, cuando la Conferencia Episcopal Española comenzó a registrar datos, hasta 2021, el número de bautismos ha descendido un 54%, pasando de 325.271 a 149.711. Sin embargo, no menos cierto es que la serie The Chosen ha recaudado casi 100 millones de dólares entre sus seguidores; que la secuela de El exorcista, un bodrio dirigido por David Gordon Green, lideró la taquilla mundial, y que la astracanada berlanguiana que han montado las clarisas de Belorado figura, desde hace días, en la parrilla informativa de los principales periódicos, radios y televisiones, y que este culebrón monjil tiene enganchado a media España.
Las clarisas de Belorado llevaban cociendo su rebelión desde hace meses. Motivo material del cisma: el intento de venta del convento de Derio con el objetivo de conseguir pasta para comprar el de Orduña, hecho que no se ha producido porque, según las religiosas, el Vaticano lo bloquea: la Santa Sede debe dar un permiso para toda operación realizada por una institución eclesial que supere el millón y medio de euros. La abadesa, sor Isabel de la Trinidad, quien pretende perpetuarse en el cargo, decía que contaba con el aporte de un “benefactor” cuya entidad no ha revelado, pero desde el obispado sospecharon que el fulano en cuestión era Pablo de Rojas, de la Pía Unión de San Pablo Apostol, excomulgado en 2019, Grande de España y Duque Imperial –tal y como se define en su web– y obispo sedevacantista: no reconoce a ningún Papa posterior a Pío XII. Si las monjas se independizan, podrán hacer lo que quieran con el convento. Las asesora espiritualmente un tal “Don José” que en realidad se llama Francisco Ceacero y que fue campeón de la I Ruta del Vermú Preparado de Bilbao by Cinzano 2015. Mientras, Sor Sión cuelga vídeos en las redes defendiendo la teoría de que no se marchan de la Iglesia, sino que ellas están en la Iglesia verdadera.
Paolo Sorrentino haría un trabajo fantástico con esta historia. Porque, incluso en la caricatura de la trascendencia, de la Iglesia y de la naturaleza pecadora de la pradera de sus miembros, asoma algo oculto, contracultural, impropio de este mundo nuestro. La clave, quizá, la dio Chesterton: “Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros fuertes. Sólo la Iglesia fue fundada sobre un hombre débil, y por esa razón es indestructible”.