En estos primeros días de andadura de Artículo 14 —al que deseo larga vida—, acabo de terminar la lectura de uno de esos ensayos rarísimos que a menudo me obligan a empujar la mente un poco más allá de lo habitual. Se titula The Authoress of the Odyssey (“La autora de la Odisea”) y lo firmó en 1892 el novelista y helenista inglés Samuel Butler.
Butler, que realizó una de las traducciones canónicas al inglés tanto de la Ilíada como de la Odisea, sostenía tras muchos años de familiaridad con ambos textos que los autores del uno y el otro no podían ser la misma persona —algo que comparten casi todos los especialistas—, y que además la Odisea es sin duda una obra escrita por una mujer.
Sus razones, recientemente retomadas por la experta Carmen Estrada en el libro Odiseicas. Las mujeres en la Odisea (Seix-Barral, 2021), son numerosas, y algunas resultan especialmente convincentes, sobre todo en lo referente a la construcción de los personajes femeninos, mujeres en su mayor parte autónomas, sabias y dotadas sin ningún disimulo de deseo. Incluso Penélope, cuya imagen estereotipada en la cultura popular resulta a menudo patética, puede ser vista con otra mirada: ¿y si en vez de la eterna esposa pasivamente fiel fuese en realidad una recia matrona que maneja con astucia sus asuntos y su vida mientras lucha contra la codicia de los pretendientes?
Hay un rasgo común en esos personajes femeninos que van envolviendo a lo largo de los veinticuatro cantos el largo recorrido de Ulises —Nausicaa, Calipso, Circe, Anticlea y, por supuesto, la diosa Atenea—, y es que ejercen el papel de mediadoras: si el héroe va abriéndose camino hasta poder regresar a Ítaca, es gracias a ellas. Ellas lo cuidan y lo protegen, pero también le aconsejan con sabiduría y hacen que otros lo ayuden igualmente.
Y, sin embargo, no se trata de estereotipos de mujeres dulces y sumisas. Por el contrario, casi todas ellas son seres que ejercen su buena voluntad desde la inteligencia, el autocontrol y el poder. Si se portan bien, es porque han decidido portarse bien, no porque no sepan hacer otra cosa. Ni mucho menos porque la religión o las leyes les impongan la humildad y la bondad —fingida o veraz— como marco de sus vidas. Son buenas simplemente porque quieren serlo: lo suyo es una decisión moral ejercida mediante la voluntad.
Conozco a muchas mujeres así, ahora, en este mundo que está tan lejos del espacio del Mediterráneo de hace 3.000 años. Mujeres que no necesitan demostrar su autoridad mediante gritos y órdenes tiránicas, sino con la voz moderada de la razón, la sensatez y la generosidad. Que no ponen la zancadilla a quien podría competir con ellas porque no lo ven como una competición, sino como una suma. Que sonríen mientras mantienen la firmeza. Mujeres que prefieren extender las manos y formar en sus palmas el hueco que acoge, en lugar de cerrar el puño y emplearlo para golpear, aunque también sepan hacerlo si es preciso.
Las echo de menos en el espacio público, lo confieso. Algunas hay, desde luego, pero me temo que la mayoría acaban dejándose arrastrar a la imitación de lo peor de las maneras de ejercer el poder y la autoridad que el patriarcado ha ido extendiendo desde hace milenios, el grito, la imposición, el insulto, el puño amenazador, los desmanes infinitos de la testosterona que gobiernan el mundo de los héroes de la Ilíada y también, cada vez más, el de los penosos candidatos a héroes del mundo actual.
Y no pienso solo en esos personajes casi demoniacos que son Netanyahu y Putin, derramando dolor por el ansia de que la historia les levante alguno de los infinitos monumentos que aún se alzan en todo el mundo en honor de los asesinos en masa, a los que tan a menudo confundimos con los verdaderos héroes. Extiendo mi percepción al ambiente general que parece dominar en casi todas las actividades sociales en las que vivimos inmersos, desde la política hasta las relaciones laborales en los empleos peor remunerados.
Hemos aprendido que los vínculos de poder consisten mucho más en machacar al otro que en incorporarlo a nuestra vida. Milenios de patriarcado nos hacen creer, también a las mujeres, que solo así se logran los objetivos, se implantan los propósitos, se triunfa. No es fácil descartar todo eso, encontrar nuevos caminos para practicar la construcción común de cualquier proyecto, pero necesitamos creer en la fuerza pacífica, colaborativa y generosa que todas —y diría que todos— llevamos dentro, la herencia de las viejas heroínas de la Odisea, nuestras antepasadas, a las que deberíamos levantar altares: solo gracias a ellas, realmente, se produce la salvación. Y me temo que, por lo que estamos viendo, de salvación andamos necesitados.