Opinión

Quien esté libre de pecado, que apedree a Nuria Montes

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Perdonar es jodido. Perdonar los agravios gordos, quiero decir. Los que dejan cicatriz en el mejor de los casos y, en el peor, una herida que nunca se cierra. El que perdona y no olvida predica sin dar trigo. Y, ojo, es normal. El perdón auténtico, el perdón sin ambages ni disposiciones adicionales, requiere un esfuerzo moral de difícil digestión. Se lo escuché al sensei Jesús Quintero, aunque me da que lo escribió su guionista Javier Salvago –un poeta extraordinario, por cierto–: “Con el tiempo aprendes que disculpar cualquiera lo hace, pero perdonar…, eso es sólo cosa de almas grandes”. Los cristianos, cuando rezamos el padrenuestro, le pedimos primero al de Arriba que perdone nuestras ofensas para, acto seguido, comprometernos a perdonar “a quienes nos ofenden”. Al autor de esta oración, un puñado de escribas y fariseos le llevó a una mujer, según san Juan, “sorprendida en el acto mismo de adulterio”. Los guardianes de la ley abogaban por lapidarla. Mi tocayo de Nazaret desmontó el tinglado con una sentencia histórica: “Aquel que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Jaque mate. Hasta luego, Lucas.

La consejera de Innovación, Industria, Comercio y Turismo de la Generalidad Valenciana, Nuria Montes, hizo este viernes unas declaraciones con la misma delicadeza que un tampón de esparto. Durante una visita a la Feria de Valencia –donde se estableció la custodia de las víctimas de la gota fría–, con la rotundidad chulesca de un portero chungo de discoteca, esputó: “Aquí no se va a entregar cuerpos a familias, no se va a permitir el acceso de familiares a la zona donde tenemos custodiados a todos los fallecidos, así que tienen que esperar de manera obligatoria la llamada del juzgado y la entrega de la documentación pertinente. Las familias en el mejor lugar donde pueden esperar las noticias de sus familiares es en sus domicilios”. Faltó tiempo para que una turba formada por periodistas y tuiteros –la gente verdaderamente afectada se hallaba llorando a sus difuntos; la realmente comprometida, quitando lodo de las calles o donando alimentos y medicinas– exigiera la ejecución política de Montes. Y no me extrañó en absoluto, porque las palabras que derramó, sobre todo, cómo las derramó, fueron del género asnal.

Horas después, la consejera pidió perdón. Desconozco si lo hizo motu proprio o si le obligaron a ello, pero lo hizo. En un vídeo colgado en sus redes sociales, lamentó que sus “palabras hayan estado faltas de esa empatía, de esa sensibilidad que todos buscamos en estos duros momentos”, y, en un fogonazo de humanidad, aseguró que comparte “la incertidumbre que estamos pasando todos durante estos momentos y, desde luego, que soy también sufridora del dolor que tenemos todos los que hemos podido perder a un familiar, a un amigo, en esta tragedia”. Ante esto, a mí sólo me sale remitir al capítulo 8, versículos 1-7, del Evangelio de San Juan y al “paz, piedad y perdón” de Azaña. No es la hora de formar cuadrillas de verdugos, coño, sino la de arrimar el hombro. Y ya habrá tiempo, por supuesto, para pedir cuentas políticas, pero no desde el sectarismo de trinchera ni desde la bilis renegrida, sino desde la ley y desde la razón.

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