El periodista Julio Merino murió el 23 de enero, con ochenta y cinco palos, por cosa de una insuficiencia respiratoria, en el Hospital Cruz Roja de Córdoba. Un tipo del que hoy no se acuerda ni Dios, quizá porque era más de derechas que el grifo de agua fría y, claro, eso se penaliza socialmente, pero que fue un auténtico espalda plateada del gremio nuestro, que dirigió varios diarios y la agencia Pyresa, la mano diestra de Emilio Romero en el glorioso y canalla Pueblo entre 1969 y 1975, y Premio Nacional de Teatro, Nacional de Ensayo y Juan Valera.
Merino, ya digo, fue el principal escudero del director de un periódico fascinante como ningún otro, de un mar bravo y trepidante en el que desembocaron y se forjaron Arturo Pérez-Reverte, Julia Navarro, Rosa Villacastín, Jesús Hermida o Manolo Marlasca padre, entre tantos y tantas primeros primeros espadas del periodismo patrio. Era un animal de redacción, un zorro listo e infatigable. Me cuenta Luis Romasanta, editorialista de Pueblo: “Se pasaba el día en la redacción inventando titulares al grito de ‘¡La calle dice…!’, y le contestábamos diciéndole que cómo podía saber lo que ‘la calle dice’, si se pasaba el día en el periódico”.
Tres periodistas de Pueblo, que sepa, han muerto desde que publiqué en mayo de 2023 Nido de piratas con la editorial Debate: en noviembre del mismo año, José María Carrascal, quien me narró sus aventuras profesionales en Berlín y en Nueva York, y que se despidió de mí “consciente de que estoy en el tiempo de descuento total”; en diciembre, el entrañable y quijotesco Antonio Aradillas, el cura del periódico –porque, tal y como me contó, “todos los periódicos nacionales tenían un cura”– al que se le cantaba “el cura Aradillas se quiere casar / y quiere vivir en pecado mortal”, y ahora, el subdirector Merino.
Desde el punto de vista informativo, la prensa sólo se ocupó con dignidad del deceso del primero; los otros, por su parte, fueron engullidos por el insaciable y obeso agujero negro de la amnesia colectiva profesional. No hablo de unos mataos, sino de unos periodistas importantísimos. Por ello, un sucedáneo de vinagre circula por mis venas desde el domingo, cuando una mujer que lloraba de verdad, a diferencia de tanta viuda de prime time, me comunicó la triste noticia de la muerte de Merino. Porque me encabrona muchísimo el olvido, cuando no el desprecio, que han sufrido tantos y tan grandes compañeros de oficio. De un oficio que ya no se hace como ellos lo hacían –en ocasiones, igual para bien; ahí no me meto–, menos romántico y más formal, menos bohemio y más pedante, y con el que se pretende, en general, defender Valores, Causas, Ismos y derivados, en vez de, como aconsejaba el también difunto Miguel Ors, “sorprender al lector y desazonar a la competencia”. Y así nos va.
Total, que embarcan en la patera de Caronte los otrora reyes de un mundo extinto, sin que nadie, salvo excepciones, les llore o despida. Incluso habrá algún irritante mojigato de pitiminí que aduzca –no sin razón, ojo– que, moralmente, no eran precisamente monaguillos del padre Ángel. ¿Y qué? Conviene no olvidar que, en lo que a periodismo respecta, estos perros viejos nos daban sopas con honda en muchos casos. Leccioncitas, a esta gente, ni una. Si tienen la oportunidad, no la desaprovechen: conversen y escuchen a los que todavía viven, y luego me cuentan.