Buena parte del país ha seguido los últimos días con asombro el asunto de las clarisas de Belorado, ya saben, las monjas que se han rebelado contra la Iglesia vaticana para sumarse a un movimiento sospechoso no solo de herejía, sino de algunos otros males civiles, además de los espirituales. Ignoro cómo acabará el asunto, pero esa insumisión frente a la jerarquía eclesiástica me parece algo digno de atención, y se imbrica además en una ya larguísima historia de monjas inteligentes, preparadas y ambiciosas —también en el buen sentido de la palabra— que a lo largo de los siglos han hecho frente a la incesante presión masculina sobre ellas por parte de una organización en la que solo a los hombres se les permite jugar papeles relevantes.
El mundo de la clausura femenina es enormemente interesante. Un espacio que ha acogido durante dos milenios a millones de mujeres movidas por razones muy diversas. La fe profunda es sin duda una de ellas, aunque no deberíamos olvidar que muchas niñas y jóvenes fueron encerradas en conventos en contra de su voluntad: las familias pudientes solían reservar ese destino a alguna de sus hijas, no solo porque la dote que las monjas debían entregar a su orden era menor que la de los matrimonios, sino también porque se consideraba bueno que hubiese siempre alguien rezando día y noche por el alma de todos sus familiares, si bien no sabemos con qué devoción rezarían aquellas pobres criaturas secuestradas.
Pero contemplar a las monjas solo como personas muy devotas o como víctimas de las decisiones paternales es una mirada demasiado estrecha para un fenómeno muy complejo. Si nos asomamos un poco a la historia de los monasterios y los conventos —siempre envueltos en el secreto—, podemos comprender que, durante muchos siglos, fueron uno de los ámbitos más relevantes de la vida femenina, una de las pocas posibilidades de gozar de cierta autonomía frente al omnipresente poder patriarcal, aunque ahora nos parezca mentira. Y eso a pesar de que el ojo varonil de la Iglesia se mantuviese siempre pendiente de ellas.
En una sociedad que no concebía la soltería por voluntad propia, hacerse monja era para muchas mujeres la única manera de librarse de ser textualmente la propiedad de un hombre. Protegía sus cuerpos contra una sexualidad a menudo concebida como agresiva y las libraba de arriesgar la vida gestando y pariendo hijos que, para colmo, en su mayor parte morirían muy pequeños.
También era una buena excusa para dedicarse a estudiar e incluso escribir: la historia está llena de mujeres que buscaron en el claustro la habitación propia que reclamaba Virginia Woolf. O, al menos, una esquina de esa habitación: el control sobre sus lecturas y sus escritos fue a menudo ejercido con mano de hierro por la autoridad masculina, confesores, obispos y, ay, la tan temida Inquisición. Pero al menos, con un poco de suerte y mucha astucia, algunas pudieron pasar parte de sus vidas en ese rincón que, en cambio, era prácticamente inaccesible para las laicas.
Y luego está el ansia de poder, claro, una motivación nada desdeñable para muchas personas, incluidas muchas mujeres: las órdenes religiosas, con su estructura vertical, eran con frecuencia el único territorio en el que una mujer lograba alcanzar una capacidad de mando que fuera le estaba vetada. Desde ahí, muchas de ellas, respaldadas por la autoridad que habían conseguido en sus propias casas, no dudaron en rebelarse contra la jerarquía masculina.
Recordemos a la gran Hildegarda de Bingen, a las poderosas abadesas de las Huelgas de Burgos, o a Teresa de Jesús, esa santa enérgica y muy poco sumisa que una y otra vez demostró ser capaz de manejar cualquier oposición, por muy encumbrada y masculina —o femenina— que fuese.
La propia Santa Clara, la fundadora de las clarisas, llegó a enfrentarse durante años al Papa Gregorio IX, empeñado en que no debía ser tan estricta con su voto de pobreza y que debía aceptar donaciones por el bien de su comunidad, decía, y por el de la Iglesia en su conjunto, callaba. En ese combate, terminó por vencer la abadesa sobre el mismísimo pontífice. No sé qué ocurrirá ahora. Da la sensación de que las monjas de Belorado han salido de un circuito patriarcal para caer en otro aún peor, donde van a ser víctimas de algún engaño gravísimo, un timo que tal vez las arruinará. Pero, cuando las oigo hablar, me parecen tan bien formadas y tan inteligentes, que empiezo a pensar que igual los engañados son otros. Estaría bien que fuese así, sería una prueba de que eso es lo que puede pasar cuando se menosprecia a las mujeres que no tienen a un hombre al lado. Y que no nos confundan los hábitos y la sonrisa: ser humilde y amable no significa ser sumisa y boba.